"Volver" de Judith Vidal Bernabé

31.08.2022

Nunca se me había hecho tan largo el camino de vuelta a casa. Será el cansancio acumulado que llevo arrastrando durante semanas, pero hoy necesitaba salir a airearme; los exámenes finales están acabando con mis neuronas y mi vida social.

Avanzo ensimismada, agotada, con la mente en blanco. Ni siquiera presto atención al entorno, ni reparo en el buen trecho que debo recorrer; solo quiero llegar cuanto antes.

Sin darme cuenta, la calle se estrecha cada vez más, creo que me he perdido. No recuerdo haber pasado por aquí antes. De pronto, noto el crepitar de piedras bajo mis botas, el pavimento se convierte en un angosto sendero y continúo caminando, exhausta, convencida de estar tomando un atajo y ni pensar en retroceder.

Está oscuro, escasamente distingo la tierra de los arbustos. Me adentro en el bosque, la negra noche me acompaña, y no puedo parar. No debo mirar atrás. Camina...camina...camina... Intento alumbrar con la linterna de mi móvil, meto mi mano derecha en el bolsillo de la chaqueta y solo encuentro arena. "¿Arena?, ¿cómo es posible?" -me pregunto mientras se me escurre entre los dedos-. La angustia empieza a apoderarse de mí, pero no puedo permitir que tome las riendas. Sigo empeñada en continuar, intentando acelerar, las fuerzas me flaquean, necesito salir de aquí.

Con mi vago esfuerzo, jadeante, escucho unos pasos que no son los míos. Siento cómo se aproxima, creo que es un animal, son pasos acompasados, rítmicos, pares. El terror se acomoda en mi garganta y ya no puedo gritar.

La luna me ofrece algo de luz y puedo distinguir una bestia delante de mí. No logro diferenciar si es un jabalí, quizá un oso, pero sus gruñidos me advierten que tiene tanta hambre como yo ganas de huir.

Se acerca, me olisquea, y el miedo me paraliza. Soy incapaz de mover ni un solo músculo, ni siquiera acierto a saber si respiro. Me rodea, me amenaza, me asfixia.

Aprieto los ojos tan fuerte que duelen. Mis puños cerrados, clavándome las uñas, comienzo a sangrar...La alimaña se regodea en mi desazón y, con mi último envite, intento escapar. Arranco a correr con el aliento que me queda. El corazón me bombea de tal forma que creo que en cualquier momento me va a estallar. El bicho me persigue, emitiendo unos ronquidos que no puedo sacar de mis oídos. No soy consciente de que le allano todavía más el terreno dejando un surco de gotas de sangre para que me pueda encontrar, cuando una intensa presión en el tobillo me hace caer bruscamente, extenuada, es el final.

Habré tropezado con algún tronco, o me habré enredado el tacón con una rama. Echo mis manos a mi pierna y la presión aumenta, me acorrala, me sujeta. Intento recostarme en el suelo y oigo cómo me susurra un sutil bisbiseo, me sisea desafiante, no me lo puedo creer: es una serpiente.

Vencida, acabada, rendida. Siento cómo el animal empieza a hurgar en mi herida. La serpiente cada vez aprieta más. Y me dejo desfallecer...

Una linterna apunta a mis ojos, directa, y escucho mi nombre repetidas veces:

- "Sam, Sam despierta. Sam, ¿estás aquí?, Sam..." -. Con el esfuerzo de quien resucita, intento abrirlos. Parpadeo varias veces, hay claridad. Distingo formas y colores. "¿Son personas?". Poco a poco voy recobrando el sentido y reconozco el color azul de los uniformes, las batas color blanco nuclear y esa luz cegadora clavándose en mis pupilas.

- Hola Sam, me alegro de que hayas vuelto. Estás en el Hospital -dijo uno de los agentes-. Has sido víctima de acoso por sumisión química. Anoche, en el bar que estuviste con tus amigas, te suministraron droga en la bebida. Por suerte, hemos cogido al agresor y lo tenemos en comisaría, pero necesitamos que nos contestes unas preguntas.

No entendía nada de lo que ese hombre me estaba explicando. Me miré las manos: uñas rotas, marcas de tierra y sangre; mi tobillo: con señales de soga estrangulante.

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)