"Una sonata en Venecia" de Pedro García Cueto

08.11.2020

Era un día espléndido donde el sol brillaba en lo alto, sin nubes, como si la luz lo cubriese todo. Daba al mar un tono dorado que caía en las olas y que dejaba un brillo especial a todo el paisaje. Dirk Bogarde esperaba, era un descanso de la filmación de "Muerte en Venecia", la película que Luchino Visconti estaba rodando sobre la novela de Thomas Mann. Tenía el libro en las manos, vestido de traje oscuro, recién maquillado, con el sombrero reposando sobre la silla que tenía al lado. Miraba el libro y luego se detenía en la visión del mar, donde correteaba en una escena Tadzio, el querido Bjorn, junto a un amigo. Se divertían, Luchino repetía la escena porque ambos jóvenes se distraían y no hacían bien el trabajo.

Dirk sonreía y cerraba los ojos, pensaba en aquella niñez en Londres, en su padre, tan culto, sosteniendo un libro en la biblioteca del salón; en su madre, tan elegante en la sala de estar. La voz de ella caía sobre el pensamiento de Dirk, le acunaba en una especie de sueño infantil. El niño ya miraba los libros de la estantería y se fijaba en los nombres de los autores, cogía una banqueta para llegar hasta los últimos donde reposaba el polvo que el sol con sus rayos iba desvelando desde la ventana del despacho. Recordaba que su padre tenía la novela de Mann, que ahora le adormecía frente al ruido del mar.

Era Aschenbach, el compositor que llegaba a Venecia para morir, un espejo de Gustav Mahler, donde la música iba entrando en los oídos como una sonata en la memoria. Dirk cerraba los ojos y pensaba en los campos de concentración que liberó cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, regueros de cadáveres, hombres desnutridos, en los huesos. Seres que le miraban con ojos compasivos, desnudos y con el cuerpo lleno de moratones. Una lágrima resbaló por su mejilla cuando ya llegaba la presencia imponente de Luchino a su lado.

- Dirk, te toca, vamos a rodar.

Era el final, en la playa, cuando él contemplaba al joven Tadzio y lo miraba, mientras este señalaba al infinito, el lugar de los sueños eternos, donde el confín del mar se perdía en el azul de la inmensidad. La maquilladora volvió a echar crema en el rostro de Dirk, todavía aniñado, como en aquellas fotos familiares en la campiña londinense. Bjork se acercó. Al verlo, Dirk sonrió, era tan bello el joven actor, con sus ojos grandes y su pelo rubio, como si fuese un ángel en medio de un paisaje de luz natural. Se reía y bromeaba delante del actor inglés.

- Me tienes que contar más historias; ya llegamos al final, qué pena, me lo he pasado tan bien.

Dirk lo miraba, mientras pensaba en Aschenbach y su rostro cansado, en los ojos prendados de la belleza hacia el joven efebo.
Luchino se acercó y lo rodeó con los brazos, que eran inmensos, como un abrazo largo y extenso al mar con olas. Así estaba aquel día final, como un cuadro estival en su plenitud. Se alejaron y Bjork se situó para rodar la escena, en aquella postura donde alargaba la mano para señalar al infinito, mientras Dirk lo observaba sintiendo que le faltaban las fuerzas antes de caer desfallecido, mientras del pelo iba cayendo la tinta negra con que se había teñido las canas. Dirk suspiró cuando la cámara empezó a filmar, estaba tan cerca, pero él tan lejos, parecía navegar en la niñez cuando observaba los árboles cuyas hojas caían en un otoño inglés.

Forwood le esperaba en Londres para irse a vivir a la Provenza, alejarse de la ciudad ruidosa para siempre. Como si fuese Aschenbach, Dirk sintió una punzada en el pecho cuando veía en la lejanía, tan cerca del mar que hasta el agua rozaba y acariciaba los pies de Bjork, una inmensidad de vida que se iba.

Luchino gritó "Corten" poco después, todo había salido bien. A Dirk le recorrió una pena dentro, todo había terminado, pero dentro de él todo seguía vivo; así se sentía aquel día luminoso, como si Mahler hubiera regresado de nuevo.