"Un verano diferente", de Agustín Mamolar

23.03.2019

Llegaba el verano a paso lento, como siempre, para irse luego casi de repente. En los escaparates, playas paradisiacas, veleros que parecían flotar en el aire, gente guapa y sonriente, cuerpos de ensueño. Había quien, seducido por la posibilidad de tocar tantas maravillas, llegaba a empeñarse para ir de vacaciones, pero nada de al pueblo de toda la vida, sino a uno de aquellos lugares de ensueño. El turismo se había convertido en una plaga. Que se quite ya ese señor del Santo Sepulcro o del balcón de Julieta, que yo también quiero hacer una foto. En las puestas de sol más famosas destellaban más los flases que los rayos que se ocultaban más allá de la raya del horizonte. Montañas altísimas quedaban al alcance de quien nunca había pisado el bosque y en los veleros embarcaban personas que habían sentido la atracción por la mar gracias a la habilidad de los publicistas. Lipotimias, mareos, insolaciones. Un desastre. 

El 1 de julio, día de San Aarón, nacía con un sinfín de cosas por hacer. Lo habían dejado pasar y no podían dilatar más la decisión. Paul tenía que juntar los panfletos seleccionados. Estudiarlos. Preparar un resumen de urgencia y plantear las alternativas posibles a María, intentando deslizar la que él prefería como la más atractiva. Para él, lo mejor era quedarse en casa, con toda la ciudad para ellos dos, pero ni se le ocurriría sugerirlo. El ajetreo que le esperaba le ponía nervioso. Le gustaban las vacaciones, cómo no, pero no juntarlas todas en verano. Era una excesiva concentración de expectativas y le agobiaba tener que disfrutar por decreto en un determinado espacio de tiempo. A su juicio era la manera más eficaz de frustrar el descanso y el interés por descubrir. 

Se arregló y salió a la compra con el carrito. Al ir a pagar, le dijeron que le había tocado una cesta. Se la señalaron. Entre la montaña de productos incluidos identificó productos que ellos no acostumbraban a consumir, y además se iban en tan solo unos días. La buena suerte no llega a menudo, pero lo cierto era que la cesta le alteraba el programa de un día que se anunciaba de tensión. ¿Qué hacer con todo aquello? Con gesto agradecido, pidió que se la guardaran hasta que hiciera sitio en casa para tanto material. Cuando vio al chico africano que se sentaba en la puerta con su banquito y sus cartones, decidió regalarle la cesta.

¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres? ¿Dónde vives? Eran muchas las preguntas que nunca le había hecho y que, sin embargo, le parecían esenciales antes de materializar el regalo. Sin embargo, se limitó a pedirle que le acompañara al interior. Previamente, advirtió a Abdulá, como así dijo llamarse el chico sin que se lo preguntara, que viera lo que viera y pasara lo que pasara, no hiciera aspaviento alguno. La cajera y los demás clientes pensarían que había acudido a él para que le ayudara a llevar la cesta a casa, y eso era justo lo que pretendía. No iba a destrozar su fama de arisco de cualquier manera y de un solo plumazo. 

Al día siguiente, cuando bajó a comprar el pan, se encontró frente al portal con un grupo de africanos, vestidos con colores chillones, cantando Txoria txori. Abdulá le guiñó un ojo con discreción y él se emocionó. No hubo más muestras de confianza. Era suficiente. 

Al final, cuando se decidieron por Grecia, regresaron a Paul las imágenes de ingentes masas de personas en la Acrópolis y de un Mediterráneo sin apenas oxígeno para los peces, sus legítimos habitantes. Antes de salir de viaje, la cadena de información se puso en marcha y, sin llegar a preguntarle directamente a él, lo supo todo. De dónde era, dónde vivía e incluso quines podían ser considerados su familia en Bilbao. La estampa feliz de Abdulá haciéndose cargo de la cesta le vino a la memoria con frecuencia durante las vacaciones.

Cuando regresaron a casa, observó que el mismo grupo de africanos cantaba en otros portales y a él le gustó haber contribuido de alguna manera a la marea de generosidad.