"Tiempo de inocentes" de Alfonso Gómez Romero

13.10.2020

Cortijo de la Jandosca (entre Pozoblanco y Obejo), en plena Sierra Morena.

Cortijo de paredes encaladas, ventanas y dinteles de granito gris, siempre piedra gris dando un aire de seriedad y robustez, incluso de inmortalidad.

El suelo oscuro, con pasillos anchos y dormitorios a ambos lados; la zona común, una gran cocina con chimenea enorme. La chimenea es el lugar común de la casa, calienta la comida, los cuerpos y el alma, contando historias y leyendas del pasado.

Mañana gris y húmeda como continuación de la lluvia caída el día anterior en esta sierra fría que algunos días parece que te va a helar hasta el aliento y el corazón. Con el trinar de los pájaros, se intuía que la niebla no tardaría en levantar el nuevo día para dar paso a un tenue sol de diciembre; aún recuerdo cómo el frio nos calaba los huesos a pesar del pesado abrigo de lana, que con su peso casi no te podías mover.

Antes de las seis de la mañana, cuando aún no había amanecido, Padre y el resto de los hombres, después de tomar un café de achicoria y calentarse en la chimenea, movían su cuerpo con movimientos casi mecánicos de calentamiento, se dirigían a las cuadras para aparejar las bestias (mulos y caballos) con los aperos de la recogida de las aceitunas (lonas, varas, cribas, etc.). Así empezaban a afrontar la dura jornada que se presentaba delante de ellos.
Madre y el resto de las mujeres preparaban el hatillo con el jato* para llevar al tajo* (pucheros, garbanzos y un poco avío*), mujeres que estaban en todo, encargadas de preparar lo que había.

Acurrucado junto con mi hermano Antonio para no perder el calor humano de nuestros pequeños cuerpos, aún dormido sobre una cama de vinagreras secas, pijamita azul de rallas y el mío marrón clarito también rayas (al revés que los presos).

Yo escuchaba con los ojos entreabiertos la algarabía y
zaragata* de hombres y mujeres y, con la mirada fija en la débil luz del candil y la titilante luz del carburo*, eran las únicas luces que me quitaban el miedo a la oscuridad y que me alumbraban en la oscuridad, (tengo el olor de carburo grabado en recuerdo de mi mente), esperaba la entrada de mi Madre y los primeros rayos de luz del nuevo día.

Haciéndome el dormido, mi Madre nos decía como todos los días con todo el dolor en su corazón: queridos. hay que levantarse, y nos daba un beso...cómo sabían a aquellos besos...uhmm...como el pan fresco de cada día.

A mi hermano, que aún dormía, le costaba abrir los ojos, pero yo de un salto me puse en pie, y casi sin darme cuenta ya estaba en medio de la cocina en la que había un lebrillo con agua tibia que Madre nos había preparado para lavarnos la cara. Nunca podré olvidar el decrepitar de los leños en la chimenea fundidos con el olor a la leche de oveja recién ordeñada, que Padre nos dejaba preparada y que se la cogía a Eustaquio (un hombre que parecía gigante), un pastor que pasaba por las mañanas y nos despertaba con los cencerros de las ovejas y cabras (era lo único que comeríamos hasta las doce).

Al salir por la puerta del cortijo, mi hermano y yo nos mirábamos con complicidad como siempre con la pregunta de todos los días: ¿dónde nos llevaran hoy? Pasaremos frio ¿nos mojaremos? ¿pasaremos hambre, etc.? O a esperar que el débil sol calentara nuestras manos y caras, que con el paso de la mañana iban cogiendo colorcito.

Padre "chifló" y gritó "vamos muchacha", y casi sin darnos cuenta estábamos montados en el mulo tordo, que llevaba unas aguaeras* donde íbamos mi hermano y yo, y a la grupa de mi Padre, y agarrada por detrás, la Mama.

Casi sin darnos cuenta con los vaivenes que daba el mulo, llegamos al tajo del olivar llamado "Majada de los lobos", tierra hostil, abrupta y escarpada allí donde las haya de nuestra Sierra Morena. No sé calcular cuánto rato después nos dejaban debajo de un olivo que ya habían recolectado el día anterior.