"Stop" de Punto

27.10.2021

El abuelo solía decir que no pensaba morirse y, que cuando lo hiciera, regresaría para contar lo que había en el más allá. Y cada vez que en la puerta de la Catedral aparecía la esquela de un difunto, se acercaba a ver si era conocido y dolía decir: Cuando esté yo allí, os estaré escuchando, así que cuidado con lo que decís.

Como a mí no me apetecía quedarme sin abuelo le aplaudía la broma y seguíamos a lo nuestro, con sus clases de ajedrez en la mesa del parque, en su taller de miniaturas donde me enseñó a elaborar pequeñas emisoras de radio y golpeando el balón de fútbol hasta que picaba el sol y nos obligaba a ponernos a cobijo.

El abuelo no sabía mucho de letras. Decía que en su época no había tiempo para ir a la escuela pero que durante la guerra escribía con rayas y puntos. A mí ese juego me divertía mucho porque nos permitía hablar con el abuelo en clave, sin que nadie pudiera inmiscuirse en nuestros secretos. Durante las comidas apartábamos bolitas y cortezas de pan para elogiar el asado de mamá o hacerle ascos a las acelgas. Nos amonestaban por nuestras risas pero jamás comprendieron nuestros mensajes cifrados. Ni nuestra unión. No podría decir qué vínculos sobrehumanos existían entre nosotros pero durante su última semana de su vida no paré de mirarlo. "Al abuelo le va a dar un infarto"- dije tan preocupado que logré preocupar a todos los demás.

- ¿Te quieres callar de una vez? Tanto repetirlo le va a dar de verdad. Me sentí culpable. No hubo nada que hacer. ¡Tan repentino!

Acurrucado en mi habitación no podía parar de pensar en que no volvería a verlo nunca más. Que no podría hablar con él. Que se había ido. El único consuelo fue que me había dado tiempo de preparar mi proceso de duelo con más tiempo que los demás.

Cuando estuvo la esquela colgada en la puerta de la Catedral me acordé de su advertencia. Él estaría allí, escuchando. Me habría reído si no hubiera estado tan triste.

Tras el sepelio, tardé varios días en poder acercarme de nuevo al camposanto. Me dolían las piernas por la falta de ejercicio. Al sentarme en una esquina de la lápida, lo vi. Su telegrama.

"Aquí se está bien. Stop. Tranquilo. Stop. Feliz. Stop. No deberías estar llorando. Stop. Utiliza lo que aprendiste. Stop. Te quiere. Stop. Tu abuelo. Stop"

Nadie me habría creído, así que, tras el sobresalto, callé. Supe que era la única forma de seguir manteniendo nuestro secreto a salvo.

Mi madre se quejaba de que encontraba la lápida del abuelo sucia.

- Por más que le paso un agua con jabón, siempre hay piedras y palos. Dichosos cuervos. Deben anidar cerca y se les caen del pico los trozos de nido.

Mientras nosotros, a lo nuestro. Con nuestro lenguaje de siempre.

"Estudiaré Ingeniería. Stop. Me iré en tres semanas. Stop. Ahora existen los teléfonos. Stop. Tienen WhatsApp. Stop. Admiten Morse. Stop. Te echo de menos. Stop."

El abuelo tardó lo suyo en mandar el primer telegrama a mi móvil.

Me asusté porque coincidió la semana de exámenes.

"Estudia. Stop."

Demasiado escueto. Suficiente para desencadenar un arrebato de celos de mi novia.

Que con quién me escribía. Que esa pelandusca se iba a enterar. Que no se lo esperaba de mí. Que si no le daba una buena explicación, cortaba conmigo.

"Corto y cambio. Stop"- le dije al abuelo.

Nunca un telegrama pudo contener tanta información con tan poco contenido.

Me sentí como uno de esos espías alemanes en mitad de la guerra, que con el sonido de las campanillas intentaban cambiar el destino.

Y más solo que nunca porque escribí la palabra equivocada. El hilo telegráfico jamás volvió a funcionar.

••••••••••

Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)