"Secreto al mar" de Sandra Ivette Lebrón Martínez

16.10.2021

La revista en la sala de espera tenía seis años de publicada. Marcela pasaba las páginas sin detenerse en ninguna. Llegó temprano para presentar los resultados de pruebas de sangre que su médico había ordenado. La semana anterior había estado en ese mismo consultorio para revisión de rutina. Se sentía cansada, pero a sus cuarenta años, culpó a las tareas adicionales recientemente asignadas como cocinera de un pequeño hotel.

Miró su reloj por quinta vez antes de que la llamaran por su nombre completo y pasar a la oficina contigua. Luego del saludo en el que automáticamente contestas que estás bien, pasaron veinte minutos. Marcela cruzó la sala de espera y se despidió con media sonrisa. Caminó un tramo corto, detuvo un taxi y se bajó frente a la playa.

En la primera duna tiró las sandalias y el bolso. Pocos metros más allá se arrolló el pantalón hasta las rodillas. La ola mojó sus pies y le regaló blusa y sostén. Abrió los brazos y recibió la ventolera a mar abierto. La brisa se apoderó de su torso. En su pensamiento más recóndito hizo prometer al viento del océano guardar su secreto. Había perdido la noción del tiempo cuando un jalón repentino la llevó panza al suelo mientras colocaban tiras plásticas para enlazar sus muñecas en la espalda. Aturdida, se incorporó para caminar hacia la patrulla que la esperaba.

Ya en el cuartel pueblerino, llegó el fiscal de turno. Le recordó su derecho a la asistencia de un abogado. Parecía inminente la acusación de violación al código de moralidad que prohibía el topless en la playa. El interrogatorio giró en torno a las razones que movieron a Marcela a desnudarse ante la mirada escandalizada de una decena de paisanos decentes y un par de mozalbetes del barrio. Ella, que había guardado silencio desde su arresto, pidió que le acercaran sus pertenencias, a lo que el fiscal accedió. Con manos temblorosas y entre las sandalias llenas de arena y el sostén mojado, sacó un sobre y lo entregó al fiscal. El hombre leyó su contenido y salió de la habitación.

Al cabo de media hora escoltaron a Marcela a la sala del magistrado. Luego de un par de susurros entre fiscal y el abogado de oficio asignado, una togada informó que no hallaba causa para arresto. Quedaría en libertad con advertencia. Se ordenó trasladar a Marcela a su casa inmediatamente.
Durante el camino de regreso a casa, el oficial que manejaba la patrulla ajustó el retrovisor hacia el asiento trasero. Las miradas de ambos se encontraron, y aprovechó para preguntar el por qué de su comportamiento. Marcela sintió la misma necesidad de expresarse que asumió frente al mar. Su madre había muerto hacía poco más de un año y como hija única la cuidó hasta el final. Estudió artes culinarias en un colegio técnico y recién trabajaba en la cocina del hotel del pueblo. Las prohibiciones de novio, cine y carnaval eran claras. Nada de misa y solamente una visita anual al médico. Aún vivía en la casa en que nació.

Hoy viernes, su médico le informaba que urgía una mastectomía radical. Su pecho se apretó al punto de faltarle el aire. Pensó inicialmente correr a casa y llorar en privado. Marcela le contó cómo de pronto una energía más fuerte que ella le gritó al taxista que se detuviera en la playa. Sus manos, brazos y pies se movilizaron para sacarse de encima los trapos que le apretaban. Abrió su pecho al mar -porque ese mar- sería el primero y el último en verlo tal y como era.

El lunes, Marcela abrió los ojos cuando sintió cómo retiraban la banda de velcro de su brazo. Su visión se agudizó ante los colores de un ramo de flores. Intentó incorporarse, pero el dolor intenso la hizo desistir. Unos brazos con mangas azules e insignias la abrazaron y una voz profunda le pidió que no se moviera. Le acercó a los labios una pajilla con jugo de manzana y le dijo al oído que estaba contento de que le hubiera permitido arrebatarle su secreto al mar.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)