"Se me acaba el tiempo", de Marta Riva

04.06.2019

Te vi desde lo alto de las escaleras y las bajé de dos en dos para acercarme a ti. Estabas de pie, rodeado de gente en la entrada de la biblioteca y tu pelo del color del oro brillaba con sutileza desde lejos. Te diste la vuelta, me observaste llegar y te acercaste a la vez. Sonreí muy fuerte y pronuncié tu nombre mientras abría los brazos como las alas de un pájaro para abrazarte. Tú hiciste lo mismo. Exactamente lo mismo. Hablamos de cosas absurdas, de cómo te había ido el viaje de vuelta en avión y de lo ocupado que habías estado durante las navidades. Yo me reía y te decía que también había estado muy ocupada. Como si no hubiese tenido tiempo de pensar en ti. Mi subconsciente se burlaba de mis ocurrencias casi en voz alta. Hablamos de lo fría que había estado Madrid en diciembre y de lo primaveral que, por otro lado, había lucido Valencia. En mitad de la conversación me abrazaste y me dijiste que te alegrabas mucho de verme. Que en la estación de Waterloo viste un cartel de Leiva y pensaste en mí. «Sí, tengo que confesarle cuanto antes lo que siento por él. Se me acaba el tiempo», pensé. Yo intenté alargar el abrazo mientras mis ojos gritaban lo mucho que te había echado de menos. Te quedaste mirándome dos segundos -que me parecieron siete vidas- y me dijiste que deberíamos tomar un café juntos en uno de los descansos en la biblioteca. Te dije que me parecía una idea genial y te conté que había soñado contigo exactamente tres noches antes. Me lanzaste una mirada traviesa y tu boca me pidió alegre que te lo contara. «Te habíamos preparado una fiesta de cumpleaños en tu habitación pero tú te pasaste toda la tarde en el salón comiendo helado». La segunda parte del sueño, en la que nos escapábamos juntos a una isla desierta, la omití. Pero tú me dijiste que estabas seguro de que había una segunda parte y que te la tenía que contar mientras nos tomábamos el café. Me reí y te dije que ya eran las cinco y diez, que debía seguir estudiando. Todavía no sé cómo me atreví a interrumpir tal momento. Mis pupilas se fijaron en el aleteo de tus pestañas. Finas y negras. Tú te peinaste el cabello con los dedos mientras clavabas tu mirada en mis hombros. Me dijiste que tú también tenías que estudiar, que te habías alegrado muchísimo de verme y que el color coral me sentaba de maravilla. Te di dos besos, ruborizada, y me marché con una sonrisa más grande que una autopista. Me di la vuelta para recordar cómo era tu espalda y te sorprendí mirándome mientras ignorabas a tus amigos, que te llamaban por detrás. Sonreí y sonreíste. Te saludé con la mano y tus largos dedos de pianista me devolvieron el saludo. Mientras subía las escaleras, repasé una y otra vez ese momento tan fugaz. Al entrar en la sala donde tenía mis libros te vi sentado en frente. Y a la derecha. Y a la izquierda. Me reí. Desde luego que estaba loca por ti. Sacudí la cabeza, cerré los ojos y los abrí de nuevo, mareada. De pronto recordé la noticia que ahora brillaba de nuevo en la pantalla del televisor: «Mueren 220 personas tras estrellarse un avión con trayecto Madrid-Londres». 

Tu fantasma me había jugado una mala pasada. Y a mí se me había acabado el tiempo.