"Ruidos en la noche" de Juan Pablo Goñi Capurro

08.11.2020

Recuerdo lo primero que pensé, cuando me puse el abrigo largo y encaré hacia la puerta del fondo: «esto me pasa por estar casada con un imbécil». Él también oyó el ruido, estoy segura. Lo negó y se dio vuelta. Supe que me quedaría sin dormir el resto de la noche si no averiguaba la fuente de ese crujido. Cuando abrí la puerta, me surgió el segundo pensamiento de esa noche: «las garras se me van a arruinar con el pasto mojado»; las garras, claro, eran las pantuflas infantiles que me envolvían hasta los tobillos. La pereza me hizo salir como estaba, después de iluminar el patio.

Ver, no vi nada, pero escuché más ruidos. Apagados, como ahogados o contenidos. Dudé. Identifiqué que provenían del fondo. Detrás de los ligustros que cerraban nuestro patio, había una plazoleta poco utilizada, muy oscura; los únicos tres árboles que poseía, crecían casi contra el cerco. Consideré la idea de llamar a mi esposo; lo descarté, sería un gasto innecesario de energías. Caminé con menos decisión que antes, hasta llegar al final del patio. Escuché mejor.

El ruido era más bien un roce, o un conjunto de roces. Esforzándome, distinguí lo que parecían quejidos. Se me ocurrió que podía haber alguien herido. Fui hasta el toldo próximo a la piscina por una reposera. Con cuidado de no hacerme escuchar, cargué con ella, la coloqué junto a los ligustros y me paré encima.

Agaché la cabeza de inmediato; apenas asomada, vi las siluetas de un hombre y una mujer en la penumbra; él le abrochaba el sujetador. Apreté con fuerza sobre el pecho la campera que me daba a las rodillas. Permanecí en esa pose extraña hasta que sentí pasos que se alejaban, medio arrastrándose. La curiosidad me ganó. Volví a espiar. Las figuras abandonaban la plazoleta.

Cuando estuvieron bajo la farola de la calle, descubrí quienes eran. Él se acercó al carro donde transportaba los cartones recogidos cada noche, y se alejó hacia el centro. Ella acomodó mejor las mil ropas rasgadas que tenía encima; era la mujer que dormía, desde un par de meses atrás, en el portal cercano a la iglesia.

Regresé al dormitorio. Él roncaba. Me quité el abrigo y las pantuflas, me metí en la cama. El remedio no funcionó. Haber descubierto la causa del ruido no me devolvió el sueño. Quedé con los ojos abiertos hasta que sonó el despertador, cuestionándome los parámetros que utilizamos para definir una vida feliz.

Imagen: "Due dormienti", de Domenico Gnoli, 1966, (colección particular)