"Rostro de vida" de Jesús Llanes Esquivel

23.08.2021

Rostro de muerte, pero sonriendo, fue lo que vieron en la pantalla del celular Rudy, Fanny y Lulú. Nada pronunciaba la abuela porque prefería sonreír que hablar antes de ser intubada.

Lulú, hija única, pensaba en las ocasiones de sus gritos, en la noche que la internó en aquel asilo donde se contagió. Ardía por pedirle algo. El orgullo obstruía su garganta.

Rudy, no tenía interés en esas plataformas aburridas. Deseaba que se muriera y ya. Se creía dios de los videojuegos. Moría por volver a casa y campeonar en otro torneo.

A Fanny, el llanto le impedía hablar. Era la nieta dedicada a calentar los pies de la abuela, y quien voló a su lado cuando los primeros síntomas. De pronto, la pantalla del celular se hizo una tiniebla.

Carmela de los Pinos fue conectada. La familia se retiró. Ya habían comprado la urna.

En casa, Rudy fue el primero en toser y morir, quince días después de la videollamada. Lulú le siguió siete tardes después. Fanny no veía la hora de estar picando su teléfono esperando recibir la notificación de salida de su abuela del sanatorio.

A la sexta semana, dos largas filas de médicos y enfermeras aplaudían y coreaban el nombre de Carmela, quien salía derechita por el pasillo principal del Hospital General. Luego del agasajo fue trasladada a casa. Carmela de los Pinos miró largamente las tres urnas llenas del polvo de su hija y nietos.

No iba a quedarse ahí mirando. Con dinero de su pensión mandó traer víveres. Con ellos cocinó treinta comidas diarias que empaquetaba para luego meterlas en una caja y esta colocarla en la pared exterior de la casa. "Coge uno y deposita una sonrisa", rotuló en la pared, encima de la caja. Los desempleados, al principio se acercaban incrédulos. Luego tomaban lo suyo y se marchaban, sonriendo. A los quince días producía cincuenta, luego setenta sonrisas.

No había un minuto en que el virus no arrasara. Ella no contaba muertos. A través de la ventana veía a la gente despacharse y depositar sonrisas. Una tarde vio acercarse a un indigente, tosiendo y con falta de aire. No lo pensó. Salió. Tomándolo de las manos temblorosas lo metió en su casa. A los cuatro días, las cenizas del vagabundo reposaban en otra urna junto a las de su hija y nietos. El finado era el Pipo Berlanga, padre de Lulú, y abuelo de Rudy y Fanny, a quienes nunca conoció. Enfermo como había llegado, no reconoció a Carmela de los Pinos, a quien muchos años antes, con embustes, hizo su novia y la preñó, y luego abandonó.

Carmela nunca olvidaría esa cara. Se ignora si lo amó, perdonó o lo hizo por misericordia. Lo cierto ahora es que, en cada tregua de cada ola de cepas, sí, cuando cesa el estruendo del silencio, todo el mundo, padres e hijos, jóvenes, ancianos, incluso gente de otras provincias llegan a casa de Carmela a sentirse bien frente a las cinco urnas. Y nadie se va sin acariciar la de la señora Carmela de los Pinos. Todos, al salir de ahí, no saben hasta cuándo, pero depositan una sonrisa en el mundo.

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Imagen: Autor, CIRO MARRA