“Roller world” de Antonio Aguilera Nieves

02.03.2021

Sobre ruedas, esa bendita forma de que te vaya la vida. Estamos rodeados de ruedas, en cierto modo, pienso que nos gobiernan. En el medio urbano, los sistemas de movilidad que veneran las ruedas nos marcan el ritmo, evolucionan en modo vértigo y nosotros nos dedicamos a seguirlos con la lengua fuera.

Si frenásemos un poco a pensar, nos daríamos cuenta que los sistemas de tracción mecánica, antes de ayer, expulsaron a los de tracción animal. Sustituyeron en nuestra pituitaria los orines y las cacas, por caucho, ruido y polución.

Numerosos modelos previsionales, propulsados por pujantes sectores y octopusianas corporaciones, pretenden hacernos girar el volante hacia sistemas eléctricos. Incorporando una manita de pintura, puliendo la cera, de las carencias propias del petróleo. Quitando de la vista, el oído y los pulmones de los urbanitas todo aquello que intranquilice las conciencias, las estridencias o enturbien el estudio y el descanso. Llevándose toda esa inmundicia, grosera a la marmolea modernidad, a enclaves relictos, lugares outsiders que damos en llamar vertederos, pueblos y sierras.

Aun con toda la maquinaria rodando a plena caldera. Aunque se esté preparando el humus comercial necesario para ser invadidos por el higiénico imperio de las baterías, sigo creyendo en la impredecibilidad del ser humano. Con el birrete de Nostradamus, vislumbro que, en realidad, la tracción mecánica va a ser derrocada por la tracción humana, esto es, está cercano el reinado de patines y bicicletas.

Por prescripción médica, por higiene mental, por el agujero en el bolsillo, por estética, por conciencia. Quizá solo acabe debiéndose a que se active el chip que recomienda que los lugares de convivencia sean amables. Habrá tiempo que crezcan escuelas de pensamiento que expliquen el fenómeno. Lo cierto es que las ciudades, serán de los monopatines, los triciclos, las bicis y los rollers. Formará parte de la historia por llegar de la humanidad.

Cuando llegue esta realidad, seré un excluido, un marginado social. Desde joven intuí que no aprender a montar en bici se convertiría en la tara de mi vida. Primero mi padre, el pobre tan impaciente, después mi madre, luego mi tío. Todos se aburrieron y me dieron por imposible. Al parecer, mi cerebro y mi oído interno no están preparados para manejar el centro de gravedad. Decenas de caídas laterales, moratones y desesperaciones lo acreditan. No hubo manera.

Cuando llegó la época de los monopatines, en ese momento rebelde de la adolescencia donde el incipiente vello y las hormonas buscan siempre momentos para demostrar la hombría, tampoco pudo ser. Casi me rompo la espalda un par de veces, cosa que si consiguió mi húmero izquierdo, dando con ello al traste con mis pretensiones rodadoras, y llevándose al trastero a la diabólica máquina. Después de aquello, la moda de los patines en línea me fue más ajena que la caída de las hojas de las lengas.

Virtud de la carencia. No imagino mayor magia. Habrá muchos como yo. Podría abrir una escuela que integre a los inadaptados al equilibrio rodante. Muchos habrá con este invisible estigma como si de una mancha de nacimiento se tratase. Añadir a los que quieran reaprender, por mucho que quieran embaucarnos con que es de las cosas que nunca se olvidan, ni que fuésemos elefantes. Injuriosa comparación.

Mejor que una escuela. Una asociación. Viva la liberación que proporciona el altruismo. A las alcantarillas las directrices neoliberales, a los altares la acción colaborativa y la sociedad civil. Decidido.

Me cambia el espíritu pensar en la emoción de todos aquellos que vamos a lograrlo y presumir de que sabemos rodar con la fuerza interior, como modernos jedi. Enterraremos la vergüenza y la frustración por no sostenernos sobre dos ruedas. Seremos parte del futuro, ganaremos la partida a los obtusos cuya satisfacción crece con el rugido de su motor. Solo queda que se enteren todos los que tienen liado este descomunal atasco.