"Ni pensarlo" de Jesús González Francisco

20.06.2022

He venido a este flamante edificio de oficinas para suicidarme. Los motivos no importan. No les importan a ustedes, en todo caso. Además, sería demasiado tedioso si me pusiera a contarles cómo he llegado hasta aquí. Y el tiempo vuela.

El plan consiste en subir hasta la terraza de la nueva maravilla arquitectónica de la ciudad y saltar. Ser, de alguna manera, el primero en algo, alguna vez. He calculado velocidad de caída, altura, potencia de impacto y un montón de cosas más. Yo soy así: cuando empiezo algún proyecto, trato de cubrir todas las variables.

Lo del ascensor no me lo esperaba; ese ha sido mi error. ¿Quién se iba a imaginar que el mismo día de la inauguración iba a encontrarme con la arquitecta, el alcalde, dos concejales y el delegado del Gobierno, encerrados conmigo en el mismo habitáculo? Calculo que nos encontramos entre el piso cuarenta y ocho y el cuarenta y nueve. Corresponden a las oficinas alquiladas a precio de pimienta durante la Edad Media por una multinacional aseguradora. El alcalde está muy nervioso. Parlotea angustiado sin parar de ejecutar gestos hiperbólicos con las manos. Nadie más ha dicho palabra alguna. El resto de los políticos y la arquitecta se han sentado (el ascensor es grande como una nave espacial) y miran sus teléfonos móviles en un vano intento de mantener la costumbre. No hay cobertura, así que poco pueden hacer. Llevamos quince minutos encerrados.
Una voz neutra nos dijo a través de las perforaciones de la chapa metálica que mantuviéramos la calma. Al parecer, era una avería en el sistema eléctrico. Imagino que se estarán dando prisa; aquí hay muchos peces gordos.

El alcalde se toca mucho la parte izquierda del pecho. Está empezando a hiperventilar. Le digo que trate de relajarse, que enseguida estaremos fuera. Me contesta con un gesto despreciativo de la mano izquierda. Su respiración suena cada vez más agitada. Me acerco a él para calmarlo, pero me espeta en la cara con evidente disgusto: "¡No me toque!". Los demás ni se han inmutado. Permanecen juntos, susurrándose misteriosas confidencias.

Dos minutos más tarde, el ascensor se mueve otra vez y abre sus puertas en el piso cuarenta y nueve. Están allí los Bomberos, un equipo médico, la Policía Municipal, la Guardia Civil y un montón de prensa. Decenas de teléfonos móviles nos hacen fotos y vídeos. Una jauría ansiosa nos extrae del ascensor y nos pone mantas por encima. Percibo un enjambre de manos tocándome por todo el cuerpo. Las voces ensordecedoras se mezclan en una algarada desquiciada.

Durante un minúsculo receso en la marea humana que nos arrastra, consigo deshacerme del abrazo de un policía y comienzo a subir las escaleras. La voz de la arquitecta resuena por encima de las demás: «¡Eh! ¿Adónde va usted?» «Ahora bajo; he olvidado una carpeta», contesto. Me mira raro. «¿Una carpeta?», dice, con extrañeza, pero ya estoy dentro del ascensor otra vez, pulsando la tecla del último piso.

Al fin y al cabo, he venido para suicidarme. ¿O pensaban que un contratiempo tan banal iba a distraerme de mi cometido? Ni pensarlo.


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Imagen: Obra de la pintora Edurne Gorrotxategi (Getxo, Bizkaia)