"Muertos muy vivos" de Alejandro Manzanares Durán

30.10.2020

No sabía cómo había llegado a esa situación, la verdad: todo empezó por una apuesta absurda en un momento de debilidad durante la fiesta de "Halloween" con los compañeros de instituto.

Llevábamos casi tres horas de desvaríos y bravuconadas a cuál mayor, regadas cómo no, con toda clase de brebajes, y, en algunos casos, con algún añadido de sustancias de esas que ayudan a desinhibirse a quienes las inhalan y a quienes, al estar al lado, sin intención las respiran.

Cada uno de los asistentes contaba una historia real o imaginaria, daba lo mismo, sobre el tema de la fiesta: la muerte. Al llegar mi turno narré la de un mozo ─que a su vez me contó mi abuelo─ de mi pueblo, apostando con sus amigos a que sería capaz de permanecer solo una noche en el cementerio dónde, últimamente, los viejos del lugar contaban haber visto aparecerse durante las noches el espíritu de la tía Romualda buscando al hijo perdido durante la guerra.

Todos reían a carcajada limpia mofándose de la incultura pueblerina y ancestral de quienes creían y daban pábulo a ese tipo de historias. Todos menos yo; educado en ese ambiente durante mi juventud y respetando a los mayores como me enseñó mi abuelo, notaron mi desacuerdo con su escepticismo. Entonces el cabecilla, levantando la voz me dijo:

─ ¡Vale!. ¿Quieres demostrarnos tu valentía y creencia en esas historias?. ¿Te atreves a repetirla esta noche?. Te creeremos si eres capaz de permanecer solo en el cementerio hasta el amanecer ─dijo en tono desafiante alzando su vaso de calimocho mientras los demás aplaudían la propuesta.

Y ahí estaba yo, acorralado entre mi propia historia y mis principios. Muy a mi pesar, y necesitando ganar méritos ante el grupo, acepté el reto.

La noche era fría y cerrada, como el corazón de Julia, la chica que pasaba de mí como las vacas del tren. En el centro del cementerio, sentado sobre una tumba, y con una cazadora tejana cerrada hasta el cuello, trataba de protegerme del fresco e, instintivamente, de los espíritus, que maldita la gracia que les haría que un intruso osara quebrantar su intimidad.

El WhatsApp del grupo echaba humo con comentarios a cuál más hiriente a mi sensibilidad y con apuestas sobre el resultado del reto. Pocos creían en mí, pero tengo que reconocer que al menos mis mejores amigos estaban entre ellos.

En esas estaba cuando me pareció oír un ligero ruido a mi espalda. Presté atención girándome con parsimonia para descubrir que se trataba de un búho sobre la cruz de una lápida.

─ ¡Vaya, parece que éste quiere ver en primera fila el espectáculo! ─dije en voz baja para comprobar si mi sentido auditivo aún funcionaba─ mientras volvía al móvil.

Al minuto siguiente el ruido se hizo más fuerte y cercano, ya no era uno sólo el origen, estaba acompañado como de un eco de cadenas arrastradas. Enseguida pensé que mis amigos se proponían asustarme para hacerme perder.

─ ¡Venga ya, tíos!, ese truco está muy visto, podíais ser más originales..., ¡seguro que sabéis hacerlo mejor! ─grité al viento.

El silencio fue la respuesta. Me levanté girándome con rapidez hacia el punto de origen y pude observar una figura blanca, con un halo de luz iluminando su rostro fantasmagórico flotando en el aire y acercándose hacia mí.

Durante un instante me quedé petrificado, y al siguiente, puse a la misma velocidad mis piernas y los latidos de mi corazón. Sorteaba las tumbas de tres en tres en dirección a la salida hasta que, de pronto, noté cómo algo me sujetaba por una pierna haciéndome caer de bruces al suelo. Intentaba liberarme desesperadamente sin conseguirlo; aquello me tenía sujeto con fuerza. Pasaron más de dos minutos de angustia y desesperación hasta que las risas y burlas de mis amigos, portadores de una sábana y una linterna, me concienciaron de la broma que acababa de sufrir.

No sabía si reír o maldecirlos mientras me quitaba la rama de arbusto enredada a mi pie. Opté por seguirles el juego diciendo que me había dado cuenta al instante, pero no podía disimular la mancha amarilla que, delatora, me había quedado en la entrepierna del pantalón.