"Margaritas" de Deyanira Sanguino Mateus

08.10.2021

Cada mañana él entraba en mi habitación, con su acostumbrada sonrisa, cargando la bandeja del desayuno y una fresca margarita. Solo verlo provocaba en mí una explosión de histeria.

Como siempre, él intentaba calmarme haciendo alarde de una gran paciencia. Odiaba ver su cara, siempre tan condescendiente. Yo sabía que sus grandes esfuerzos se concentraban únicamente en mantenerme tranquila para poder retenerme; sus bellas margaritas, aunque mis favoritas, no lograban convencerme de lo contrario. Me mantenía prisionera en una cárcel que decía era mi hogar. De vez en cuando, en medio de un gran esquema de seguridad, me llevaba a visitar un hombre obeso que siempre estaba sentado detrás de un escritorio negro en una oficina silenciosa y helada. Era su cómplice. Primero me desnudaba y después de incomodarme con sus auscultaciones, ciego a mis reclamos, me enviaba nuevamente a la prisión en compañía de cientos de píldoras que aborrecía; solo le interesaba mantenerme dopada y así evitar que les diera tantos problemas.

Cuánto los detestaba, en especial a mi carcelero. Él intentaba alimentarme ignorando que yo conocía de sus intentos por envenenarme poco a poco, entonces, enfática, rechazaba la comida. El hombre me llevaba la cuchara a la boca y con sus torpes zalamerías pretendía obligarme a comer, pero yo de un fuerte empujón enviaba todos sus manjares a volar. Sí que me divertía observándolo, enfurecido, llevarse las manos a la cabeza y, como un crack del fútbol, empezar a patear lo primero que encontraba; al rato se calmaba y recogía en silencio mi desorden.

Eso me encantaba y mis carcajadas invadían la habitación. Era esa mi manera de vengarme, hasta que se cansara de mí. Algunas veces lo lograba y en sus desesperos me gritaba, aunque al rato pedía perdón. Qué estupidez, pensaba. Le bastaba con abrir la puerta, desatar mis cadenas y acabar así con la mutua tortura. El botín no debía ser muy grande, no recordaba haber tenido dinero ni tampoco recordaba a alguien que quisiera pagar por mí; ni siquiera recordaba de dónde venía ni por qué estaba con él. No recordaba ya nada y eso era consecuencia de la droga que todos los días me obligaba a tomar. Lo único que tenía claro era que necesitaba escapar, ser libre, volar hasta encontrarme otra vez, pero este hombre custodiaba cada segundo de mi vida. La paga debía satisfacerle bastante y yo tan solo tenía insultos para luchar.

Ayer en la tarde me llevó al jardín y me dejó regando las margaritas mientras entraba a la casa a por mis píldoras. Mis pies entonces desplegaron sus alas y volé, con todas mis fuerzas; alcancé la cerca, la escalé y salté. Seguí corriendo calle arriba tan rápido como mis alas me lo permitían, con renovados bríos, impulsada por un arrebato de energía, sin saber hacia dónde pero rebosante de alegría al saborear la miel de mi anhelada libertad. No quería parar. Escuchaba algunas voces a mi espalda gritando ¡Margarita, Margarita, Margarita! No me giré, yo no me llamaba Margarita. Al fin un hombre truncó mi huida y sujetándome con fuerza me retuvo hasta entregarme nuevamente en los brazos de mi carcelero que se lanzó sobre mí, exaltado, gritando:

- Qué susto me diste, por favor, ¡no me hagas esto otra vez! No soportaría que te pasara algo.

Agradeciendo a todos me devolvió a la prisión. Lloré de rabia y frustración. Él también lloró. Sus suplicas estremecieron las fibras más dormidas de mi alma a tal punto que los nubarrones que cubrían mi cielo se despejaron completamente, obligándome a reconocer que yo era Margarita y mi carcelero, Jacinto, mi marido; el único que me amaba de verdad y que me acompañaba a naufragar en el olvido. Mi bastón, la luz de mis tinieblas.

Abrazándolo, fui yo quien pidió perdón. Corté un ramo de margaritas, me encerré en la habitación y escribí esta historia. No sabía si un día acudiría en mi auxilio, de nuevo, esta brillante lucidez; no sabía si tendría derecho a otra oportunidad. Entonces escribí rápido, con apremio. Escribí para él, para Jacinto, antes de que las odiosas sombras me atraparan indolentes y me convirtieran nuevamente en la víctima inocente de un carcelero infernal.

••••••••••

Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)