"Las tres Marías" de Miguel de la Calle

23.09.2020

Se despertaba el día. Eran las cinco. El pueblo, horas antes dormido, había comenzado a abrir sus puertas. De los corrales surgían lentamente las yuntas mostrándonos su aliento.

A acarrear van por el camino del Caño el Abundio y su hermano Zacarías. Por la Rinconada se aleja el tío Felipe con sus dos hijos y sus mantas. Cerca de la cuesta Pelona, una polvareda envuelve el rebaño del tío Segundo.

La vacada del pueblo, agrupada en el pilón, ha iniciado su andadura hacia la dehesa.

Detrás el tío Maximino va arrastrando su cojera. Una bala le dejó cojo en Belchite. Unos metros más atrás y a lomos de un burro tordo, han aparecido las segadoras, "las tres Marias" como les llaman en el pueblo.

- ¡Hola señor Maximino! ¡buenos días!- gritan desde el jumento las tres mozas-- ¡Buenas!- contesta el vaquero, volviéndose hacia ellas lentamente.

- ¿Dónde vais a echarla hoy, hijas?

- Estamos en la de los Agüeros. Tenemos para esta mañana todavía.

- ¡A por ella entonces, hijas! No aflojéis que ya va bueno.
Las tres jóvenes bordean ahora el majuelo del tío Agapito. Primero va la Concha. A sus diecisiete años se ha tenido que echar a segar. Su padre, el tío Amancio, está imposibilitado. Según dice él mismo, por un mal frío que le entró en el invierno por los zancajos y le subió por todo el cuerpo. La Concha tiene seis hermanos más pequeños y la cosa anda apurada a la hora de comer.

En medio, la Rufa. Su padre vino de criado desde un pueblo de tierra de Cuéllar después de pasar tres años en la guerra y seis en la cárcel.

Dicen que el verano pasado la Rufa y su madre se llegaron por la noche hasta las eras y en una carretilla se llevaron un saco de trigo de lo del Secretario. Al parece , se echó en falta, dio en liarse la madeja, y fuera cierto o no, Bonifacio, su padre tuvo que dejar la labranza del cacique, para si ya andaban mal las cosas en casa, andar peor.

Atrás, en la grupa, va la Artura. En su casa tampoco marchan bien las cosas. La familia es un desastre desde que el padre se aplica al blanco de la taberna del tío Serapio. Dicen que desde que volvió del Ebro no ha levantado cabeza.

Ya en la tierra, las segadoras afilan sus hoces y se colocan sus zoquetas. Faldas largas, blusas negras, pañuelos blancos y grandes sombreros les protegen del sol. Surco arriba, surco abajo, camufladas en los trigos, las segadoras se afanan lentamente, mientras el sol descarga su poder caliente.

Patos, torcazas y palomas cruzan silenciosos por el cielo . Los grajos pasan en bandada hacia los pinares de la comunidad. Casi imperceptiblemente el pueblo y sus tierras son, en estos días de julio, un movimiento constante. La siega, el acarreo, la trilla, las vacas, las ovejas...

La tarde, seca y espaciosa, ha ido cayendo. Sobre las copas del plantío de Isidro, como cada tarde, el sol ofrece su alargado y rojizo regalo.

Por los caminos, la silueta de las yuntas va acercándose entre sombras y colores. Huele a tarde.

Desde la dehesa, la vacada viene presurosa al agua del pilón. Envueltas en el polvo del camino, las segadoras vuelven cantando. Tienen fama de alegres y dicharacheras.

Cuando comenzó la siega, los mozos se reían de ellas. Pensaban que antes de una semana soltarían las hoces.

Mediado el verano los trigos y las cebadas del tío Florentino ya casi son rastrojo.

Las tres van cada domingo al baile, con el orgullo en los ojos, y ya sólo sonríen los mozos cuando las sacan a bailar.

La noche se ha cerrado, quieta. A la luz de la luna, las ranas y los grillos componen su concierto nocturno. Huele a tierra y a rastrojo. Los botijos reposan junto a las puertas. Las familias salen a tomar la fresca. Los jóvenes en la taberna, despachan porrón tras porrón. Las mozas pasean por la carretera y los niños juegan en la plaza al marro... Ladran los perros.