"La procesión" de Manuel de León Willis

12.09.2022

Se celebraba la semana santa, era un sábado de gloria. El sol de la tarde quemaba sin contemplaciones, y la procesión marchaba por la avenida principal del pueblo. Cuatro hombres fuertes cargaban la estatua de cristo muerto en brazos de la virgen María. Virgilio, uno de los cargadores de la santa imagen no podía continuar el camino, su sangre aun guardaba los tragos de güisqui que se tomó hasta la madrugada. Poco a poco sus piernas cedían a la derrota, y el privilegio de llevar a cuestas al señor Jesús y a la santa virgen, se derrumbaba. De pronto, Virgilio cayó de rodillas en el pavimento.

La escultura, conservada por el pontificado desde hace dos siglos se reventó en el suelo caliente. El pueblo dio un grito largo, suspendido en el tiempo. Las señoras de pashminas negras y blancas bordadas por sus antepasados, lloraron desconsoladamente y arrancaron sus ropas como Caifás. El padre se desmayó con la biblia en la mano, el acólito intentó despertarlo, derramando agua bendita en su cara, y al ver que no reaccionaba abrió la boca del cura dándole respiración boca a boca.

Los otros cargadores, resignados, miraban sentados en la calle la apocalíptica escena, y el cuerpo de Virgilio yacía aplastado por la justicia divina.

Los reporteros que cubrían el acontecimiento religioso, tomaron fotos con sus cámaras de lente largo. La portada de uno de los periódicos más importantes de la región, era la fotografía que tomaron al sacristán cuando daba respiración boca a boca al cura. La portada de otro diario, mostraba el cuerpo de Virgilio bajo la pesada estatua, de su cabeza salían los sesos, y una de sus manos quedó con la palma hacia arriba, como suplicando perdón. La noticia sobrepasó los pueblos, luego llegó a las ciudades, y después, en menos de tres días el Vaticano tenía la novedad en el despacho principal.

El cura del pueblo temblaba de miedo, y no dejaba de ver el periódico, con la frente sudada y el puño cerrado. A la semana siguiente, el alcalde recibió al primer cardenal en el aeropuerto; había ordenado a su comitiva y a las comunidades civiles recibir la honorable visita con una calle de honor. Cuando faltaba poco para llegar a la iglesia, la música festiva de una papayera abrió un baile de fandango a la entrada de la plaza. Las mujeres bailaban con faldas largas y velas en las manos, y los hombres con sombreros vueltiaos coqueteaban en la faena. Había mesas de fritos, con pancartas a los lados que decían: «Bienvenido Santo Padre» Una de las cocineras, conocidas como fritangueras, mandó hacer un menú grande con el nombre de los fritos que ella preparaba "Arepa con el huevo santo. La carimañola de los milagros. Buñuelos de frijol cabecita santa. La tripita limpia y sana".

El cardenal tocó el hombro del alcalde, y de un grito, con la voz de un italiano enfurecido dijo: «¡apaguen esta mierda!, ¡esto no es una fiesta, es una tragedia para el mundo católico!». El alcalde dio la orden y como hormigas asustadas, todos se metieron en sus casas.

La puerta de la iglesia se abrió lentamente, hubo silencio, en la mitad del pasillo estaba el cura, el acólito y dos monjas arrodilladas ante la presencia del cardenal, quien caminó rápido hacia el retablo con el ceño fruncido, y ahí, destrozada en dos partes estaba la estatua. El cardenal se puso rojo; lleno de ira y dolor, dio un grito tan fuerte que las campanas resonaron, se movían ansiosas como para la hora de la misa. El cardenal miró con odio al cura y le arrancó la túnica en dos, le dijo: «¡Te despojo de tu investidura!».

Las campanas sonaban frenéticas. El alcalde, el acólito y las dos monjas miraron hacia la cúpula, y vieron como las dos campanas se desprendieron y cayeron sobre los cuerpos de los dos sacerdotes. El aturdidor sonido espantó a las palomas.

Ahora son los gallinazos quienes custodian el santo lugar, y los periódicos en las portadas anuncian: «¡Las campanas dejaron de sonar!»

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Imagen: Obra de la pintora Rosa Salinero Rojas (Vitoria / Ciudad Real)