"La paloma" de José Manuel Segovia Coronel

Mi madre estaba chapada a la antigua. Y me queda claro que tenía bien definidos sus objetivos de educación para conmigo, tanto, que a veces parecía aplicar la máxima de "lo importante es el resultado".
En mis años de escuela asistí a una primaria que estaba frente a una iglesia. Todos los días, al salir de clases, un amigo y yo nos quedábamos a jugar un rato en el atrio. Un día, por descuido, las personas encargadas dejaron abierta la puerta del campanario y mi amigo y yo subimos. Ya arriba, encontramos un nido de palomas y, al fin niños, nos pareció buena idea llevarnos una como mascota. Lo dejamos a la suerte, echamos una moneda al aire y gané, así es que me la quedé. La envolví en mi suéter del uniforme y me fui a casa. Cuando llegué, se la mostré emocionado a mi mamá y, contrario a lo que pensé (supuse que le gustaría), me regañó muy fuerte:
- No tenías porqué traer a este animalito, seguro dejaste su nido vacío y se van a morir sus polluelos, ella morirá de tristeza por el cautiverio y además, mira cómo te dejó el suéter (me había cagado todo). Mañana la regresas.
Como castigo me ordenó lavar mi uniforme y me mandó a mi cuarto. En cuanto me quedé solo comencé a hacer berrinche, y cuando estaba quitándome el uniforme, por el coraje, saqué a la paloma de la caja que le habíamos improvisado de jaula y la sacudí muy fuerte. Sinceramente no quería matarla, nunca fue esa mi intención, pero la paloma no aguantó la sacudida y, para mi sorpresa, comenzó a agonizar. Mi madre entró justo cuando acababa de morir.
- ¿Qué pasó?
- No sé, estaba bien y de repente... murió, tal vez como dices, de "tristeza"
- ¡La mataste!
¡¿Qué?! Sí, me llevó a la cocina, puso una olla con agua a hervir y me ordenó desplumarla.
- ¡No mamá, por favor!
- Por favor nada, apúrate que te la vas a comer.
Jamás volví a maltratar o matar a un animal.
Tiempo después, el grupo de amigos de mi edificio atraparon una tuza en la barda perimetral del condominio. Fui el único que abogó por ella cuando todos sugerían diferentes métodos de tortura para la infortunada criatura. Estuve a punto de defenderla a golpes si hubiese sido necesario. Ese día me gané el enojo de algunos de mis compañeritos y el respeto de, si acaso, un par.
Por la noche, cuando por fin entré a casa para cenar, le conté a mi mamá lo sucedido. Ella solo sonrió mientras meneaba la cucharita en su taza de café. Ahora, ya de adulto, entiendo que su sonrisa era de satisfacción.
Gracias María.