"La mujer del domador" de Paqui Fernández Guerra

30.08.2022

Vivió a la sombra de su compañero y marido, cuando hacerlo no era una marca social en aquel ambiente de peligro, gritos y aplausos que no eran para ella, pero en el fondo de su alma sentía que una parte de su éxito le pertenecía por derecho propio... Aceptó ser el bordillo de la acera principal por donde baja el aguacero, hojas muertas, caricias perdidas y polvo de días de invierno, las flores marchitas que un día nos alegraron con su belleza, aunque fuesen y son efímeras.

A ella le compensaba que él fuera una estrella cada noche, fugaz; pero era tan hermoso verlo... Él, lllya, era el rey de los animales del Circo Moscú, despertando sueños, viendo caras de admiración, de miedos inocentes. Ella, Martinha, no necesitaba más, porque su vida había sido ser la nada más absoluta. Era la raya que protegía a su compañero entre la baldosa de las estrellas y la otra realidad, el estrépito del asfalto, la nada de la carretera. Su vida fue un ejercicio de olvido al anochecer, luces que no la iban a iluminar, recortes de periódico en los que nunca aparecería ni entre líneas. Como mucho, un personaje escondido entre palabras de un padre nuestro nocturno que perdonaba poco y acostumbraba a adormecer el día.

Martinha cumplió el papel de favorita, de amiga en un escenario en el que ella era invisible para el público; los aplausos, algún beso de cumplido eran para él, Illya, el padre de sus tres hijos.

Un día, la luz del rey de los animales se apagó de un zarpazo. Su cuerpo se convirtió en un sembrado de carne rota y agua roja desbordada. Esa noche, mientras velaba al domador, que no solo lo fue de fieras, pensó que él la había cuidado, y ella se lo agradeció defendiendo a todos como una nueva Madre Coraje muda, sacando las ruedas del barro de la carretera, poniendo sus manos y lo que hiciera falta para que la caravana siguiera adelante. Allí estaba Martinha empujando la carreta.

En los últimos años recuperó la esperanza, renació como no imaginaba, y guardó en lo más profundo de su alma las medallas del héroe.

Renació como gran reserva: la viuda sin fieras, la mujer madura del domador que hipnotiza perros caniches, les espera al otro lado del aro de fuego y los acoge en su pecho casi desnudo, liberada. "Nunca es tarde para poder empezar otra vida", había decidido consigo misma, aunque nadie sabe lo que cuesta en un circo atravesar el camino libre de celos y envidias de alcoba. Pero en la carreta no hoy lugar para los curiosos.

Se unió a Manrique, hombre de circo hasta los tuétanos, nacido y acunado bajo un trapecio. Juntos, volvieron a trabajar y a diario representaban en ese nuevo Circo Moscú la fantasía y el valor del hombre bala, la alegría de los payasos, el equilibrio sobrehumano del trapecista... A diario, recuperaron la aventura de volar desde el centro de la pista y de la luz.

Martinha ha muerto hoy del corazón, del mal que mata la aventura, el único dolor que se resiste a la sonrisa, el que provoca el susto o muerte para los niños de pueblos lejanos que no conocían el circo ni sintieron el asombro de lo soñado.

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)