"La caverna floral" de Lola Ortiz Recuero

24.08.2022

Era primavera cuando Iris despertó de la siesta en el porche y vio cómo los maceteros pedían a gritos estar en armonía con la estación. En un viaje a Grecia sus padres eligieron ese nombre para ella, Iris, la diosa griega del arco iris.

Decidió ir a comprar unas plantas, aunque un grupúsculo de nubes oscurecían el azul. El Vivero estaba a las afueras de la ciudad. Cogió el coche y de camino cayeron unas gotas de agua que embadurnaron la luna.

Bajó del coche y unas picadas frías de piraña mordieron su piel caliente. El contraste de temperatura la irritó. Entró corriendo, protegiéndose de esas bocas insaciables. Un sonido estruendoso había en el invernadero. Este era una gran caja de resonancia. Las bestias acechantes de la cueva floral, mucho tiempo achantadas, ahora rugían y mostraban su poder. Culebrinas irradiaban en el techo y se dibujaba en el aire el tridente del poderoso Poseidón, Dios de las tormentas.

Asustada, se sintió muy pequeña y pensó que el techo de esa urna se rompería en cualquier momento. Echó a correr, en busca de algún dependiente, pero no encontró a nadie. Le cayó agua que se filtraba por una rendija del techo. Tropezó y cayó sobre unas flores. Eso la enfureció más y le hizo gritar con furia -¡joder!, ¡vaya mierda!, ¿no hay nadie aquí?-. Nadie respondió.

Ante la desesperación volvió a vociferar varias veces más. Y llorando y gritando empezaron a salir por su boca culebras, sapos, todas las rabias contenidas, los huracanes del ánimo que había logrado domesticar, las palabras calladas y hacinadas en su memoria, la sangre podrida. Y bramó con las bestias como nunca imaginó. No todo el mundo tiene la oportunidad como Liza Minnelli en la película "Cabaret", de gritar y desahogarse al pasar el tren y que nadie te oiga.

Una vez cansada de patalear, abatida pero renovada, alzó la mirada. El espectáculo era sobrecogedor y de una belleza inquietante. Al mandato del relámpago se iluminaron las azaleas en sus hermosos colores, desde el rojo, rosa, magenta y blanco; al rato se expandía el estruendoso trueno. Después cambiaron los focos en la escenografía mitológica y las protagonistas de la obra fueron las hermosas begonias, petunias y jacintos.

El calor y la lluvia intensificaron el olor de las flores y las plantas. Ella misma emanaba la fragancia de este universo vegetal. Se sintió en trance de flor.

En ese momento apareció en escena una figura de mujer a lo lejos, que le pareció la misma Afrodita. Se acercó, se miraron y en sus ojos reconocieron las mismas emociones de miedo, misterio y belleza. Le dijo algo que no pudo entender, pero le sonó armónico. Se dieron de la mano de forma instintiva y se quedaron inertes, largo rato, mirando juntas el poderoso drama, sorprendidas y acompañadas.

La diosa del amor la dirigió con seguridad hacia una estancia más pequeña y acogedora, también transparente y llena de vegetación. Iris se pegó a su cuerpo. Afrodita la acogió en sus brazos, la tendió entre las flores y se distanció un poco para contemplarla entre colores y olores. Iris se movía suavemente como una serpiente ondulante, rozando cada parte de su cuerpo con la sutil textura de los pétalos de las flores y de las livianas hojas de las plantas. Los estambres de una bignonia naranja acariciaban y teñían su cuello. El frotamiento aromatizaba su piel. Afrodita eligió una dalia fucsia con las puntas amarillas y se la colocó en el pelo y con su mirada la hizo sentir la Diosa más afortunada del Olimpo. En respuesta, Iris tomó un pétalo rojo de una rosa y lo puso en sus labios, incitando a besarla. Pero antes quiso olerla despacio, en hondas inspiraciones y algún susurro que caldearon sus pétalos. Un relámpago y otro trueno más la sobresaltó, pero en ese momento Afrodita la miró a los ojos con una sonrisa de complicidad. Entonces apareció Eros y se zambulló con ellas en el mar de las flores.

Una vez Poseidón se retiró, Iris lució radiante en un espléndido arco de colores.

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia )