"Instinto" de Juan Pablo Goñi Capurro

17.10.2021

Klaus determina que la mujer no quiere saber más. La ha quebrado. Es un ánima en pena, desea la muerte para acabar de una vez, incapaz de presentar resistencia. Las pupilas están perdidas, las manos actúan como las de un enfermo de Parkinson. No se ocupa siquiera de quitarse la sangre de la boca, ha dejado de cubrirse las tetas con los brazos. Es una masa informe, convulsa, un animal famélico que aguarda su destino final.

Klaus disfruta la visión, apunta la mirada a cada rincón del cuerpo que han profanado sus manos rudas, disfruta la postergación del asalto final. Ella no lo nota, tal vez recluida en un mundo imaginario. El instinto del carroñero ante la presa moribunda se exacerba, los acuosos ojos de Klaus cobran un brillo intenso.

Decide probar los límites de la mujer. Da un paso hacia adelante, pisa con fuerza para que resuene por la casa. Ella exhala un quejido, intenta retroceder impulsándose en los isquiones, como si pretendiera enquistarse en el esquinero de la sala, volverse pared, zócalo, revoque. Klaus lanza una carcajada sin gracia. Ella lleva las manos a la cara, dispuesta a arrancarse los ojos con tal de no ver al fornido perpetrador. Él se queda quieto. Ella se sacude, balbucea: «por favor, por favor que esto termine».

Una llave gira en la cerradura, Klaus se vuelve rápido hacia la puerta. Entra en escena una adolescente de minifalda escocesa, camisa verde y corbatín; los auriculares la alejan del mundo circundante. Arroja sobre el sofá una mochila con pines de resistencia y revolución, discordantes con el uniforme de colegio privado. Klaus se excita ante los pechos de la colegiala, más grandes que los de la madre. Se pasa una mano por la boca. Olvida a la víctima vencida y se prepara para el inesperado regalo.

La chica dice «mamá, llegué», en voz alta, apenas se quita los auriculares. Se sienta en el sofá, lee algo en la pantalla del celular. Extrañada por la falta de respuestas, alza la mirada. Klaus está junto a ella, extasiado ante la bombacha negra que descubre la postura descuidada de la adolescente. La niña brinca, parpadea, se niega a creer en sus sentidos. No consigue gritar, siquiera.

Klaus adelanta el brazo firme hacia la niña, la serpiente del tatuaje engorda ante la hinchazón de los bíceps. Lo excita el pánico que ve en la expresión desolada. Cae el teléfono al piso, estalla. Klaus la toma del cuello, con la otra mano la arrastra desde los cabellos lacios; derriba los adornos de la mesa ratona en la maniobra, un centenar de ruidos se propaga por el ambiente silencioso. Disfruta el placer que le provocan los ojos desorbitados, la boca abierta y muda de la joven. Klaus muestra los dientes, piensa en morderle el cuello para agigantar ese miedo tan erótico. Adelanta la cabeza, su boca se abre inmensa.

En lugar de colmillos surge un aullido inesperado por entre los labios. La presión sobre el cuello de la chica se aligera, la mano resbala laxa, se pierde camino al piso, junto al resto del gigante que cae sobre la mesilla, con un atizador hundido en la espalda. No tendrá tiempo para corregir su apreciación y arrepentirse de dar por terminada la función antes del aplauso final; ha olvidado que una madre nunca está vencida.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)