"Insomnio" de Raimundo Martín Benedicto

29.08.2021

Ventanas. Negras como nichos de cementerio profanado. Cuadrículas finitas. Una, dos, tres... doscientas veinticuatro. Como anoche y anteanoche...

Hoy sólo veo luz en una: de un sillón orejero cuelga un brazo anciano, hecho de papiro y manchas. Lleva mucho rato así, tanto que puede que sea el brazo de un muerto. Supongo que trabajó mucho en los astilleros que hay aquí al lado. La edad lo ha limado hasta el hueso, pero debió ser nudoso, con músculos y venas a flor de piel, el brazo de un trabajador respetado por sus compañeros, contento con su sueldo y su rutina. No veo a su esposa, lo normal es que duerma. O que ya esté enterrada, protegida por la tierra húmeda de aquellas palizas. O puede que no, que aún esté viva y esté más fuerte que su marido. Por fin se puede vengar y lo deja allí tirado toda la noche, entre orines y babas.

Se mueve. El brazo se mueve. ¿Habrá estado despierto todo el tiempo? Por un momento, pienso que se va a levantar de su sillón y me va a mirar. "¿Qué haces, qué te importa mi vida?". Y va a cerrar sus pesadas y rancias cortinas, encapsulando su universo. Pero no, el brazo sólo se levanta un poco, lo suficiente para tocarse la cara, y lo hace con tal delicadeza que sé que me equivocaba. Ese hombre no trabajaba en los astilleros. Esas manos, elegantes, son de un artista. Decido que mi vecino es músico, un virtuoso de los metales que podía haber triunfado por todo el mundo pero se quedó atado a las bandas de pueblo y a la pensión mínima.

Pero, ¿qué estoy diciendo? ¿Músico? No. Tuvo que ser pintor, pero el párkinson ya no le permite coger los pinceles, sólo las botellas de alcohol barato que le han corroído el hígado y la piel. Ahora le pesa la soledad, pero él sólo pensó en pintar, beber y joder sin medida.

¿Lo piensa él o lo pienso yo? No puedo saberlo. El ruido está otra vez dentro de mi cabeza.

En su lugar Se enciende otra luz, pero algo más lejos, en el edificio del supermercado. Siempre me ha gustado el ladrillo caravista que lo diferencia del resto, de estuco naranja y amarillo. Casas baratas que más parecen barracones militares, naves de cinco alturas y tejado a dos aguas. ¿Quién se levanta a estas horas? Enseguida vuelve a apagar la luz. Un trago de agua fría directamente de la botella, quizás una meada rápida. Los que compraron un piso allí lo hicieron engañados y ahora nos guardan rencor porque nuestras casas pobres no han sido sustituidas por "amplios bulevares y zonas verdes". Ahora tienen que soportarnos y se envilecen al ver tendederos llenos de sábanas y ropas sin etiqueta.

El ruido es más intenso. Hace calor. Llevo el pelo demasiado largo por la nuca y me molesta muchísimo notar cómo se me apelmaza por el sudor. Una gota que no veo y no quiero tocar consigue desprenderse y resbala por mi espalda. Qué lento es todo a esas horas, hasta la gravedad. No termina de llegar a mi cintura y, por entonces, ya le ha dado tiempo a otras mil compañeras a deslizarse por la frente, por la nariz. Me escuecen los ojos, hace muchísimo calor, la boca seca. El ruido no cesa, una tortura rítmica. Resoplo.

Uno, dos, tres... cuatrocientos cuarenta y cuatro. Hoy han quedado cuatro filas de ciento once agujeros. Ayer fueron más: ocho filas de ciento once agujeros. Ochocientos ochenta y ocho agujeros.

No son persianas demasiado anchas y parece mentira que cada listón pueda haber sido perforado tantas veces. Quizá lo hayan hecho con una máquina de precisión, como la que debía manejar el viejo de enfrente... Ah, no. Habíamos quedado en que era pintor. Los cuento otra vez, no sea que me haya equivocado.

Nada.

No hay ruido. Se ha hecho de día y la congoja me sube por la garganta.

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Imagen: Autor, CIRO MARRA