"Hablemos de pájaros, amor" de Agustín García Aguado

01.07.2022

No dejan de asombrarme esos dos pájaros andinos que llevas estampados sobre la frente, ni puedo esperar de ti otra cosa que no sea el bello canto del tunqui de Ayacucho en la noche. En realidad, si te miro a contraluz con la justa desafección que requiere este momento, puedo ver en ti una princesa inca sobrellevando un nido de quetzales sobre su regia cabeza. Perdona si tanta retórica empalagosa te parece criminal. Soy lo que soy, y por ahora no dejo de complacerme en esa dulce e inútil transitividad de las ausencias.

Quizá imaginé algún día que sería posible establecer un arquetipo de criollismo poco convencional que uniera para siempre nuestros corazones, pero el resultado no ha sido satisfactorio. A la vista salta: tú estás ahora en la Universidad de Piura, desmenuzando como una docta matarife la húmeda prosa del "huachafo" Bryce Echenique, y servidor, oh sí, servidor habita en la metrópoli con una red de atrapar colibríes y se pasa las horas practicando en un gimnasio el sano ejercicio de fortalecer las fibras del alma. En fin, sabes que nunca me volvió loco la actividad física, que mi atención para todo asunto doméstico siempre fue pura filfa. He vivido con un pie enredado entre papeles carcomidos de viejos manuales de prehistoria, y por esas veleidades indiscutidas, supongo, peno ahora una culpa que quizá me correspondería compartir contigo. Puede que mañana compre un billete aéreo en clase turista con destino al aeropuerto Jorge Chávez. Después de los saludos protocolarios, podríamos comer ají de gallina en aquel coqueto restaurante colonial de Miraflores donde te confesé mi condición de blando depredador de la alegría, hablarte de lo bien que lucen tus potos de interior en nuestra casa selvática y, si el guion lo exige, matarnos muy cordialmente antes de los postres. Te echo tanto de menos.

Ya no sé si es saudade atlántica o pura aceptación de estulticia lo que provoca en mí esa rebeldía de zopilote abandonado en medio de una jungla con tarima laminada. Lo cierto es que camino por la casa, y te veo aleteando en precario equilibrio, sometida al vuelo circular del cóndor cuando otea su presa desde un risco. Escribes sobre un pos-it de nevera: "compra pisco cuando salgas de tu infierno, que me ahoga este tonto exilio interior" (nunca entendí del todo tu voraz ironía de machete en mano). Tampoco resulta desdeñable, no creas, esa hora de meterme en la cama con calcetines y con un libro de heterónimos para olvidar mi nombre y todos los nombres que me precedieron. Es la parte más dolorosa del día, y en ese instante revelador muestro la grandeza moral de quien desea morder un corazón humano y comprueba alarmado que tiene dentadura postiza, que el mundo, oh sí, el mundo, le queda demasiado lejos, etc. Quizá todo sea una cuestión de distancias o un querer meter la naricilla en el abismo, esa esquina insondable que visito a diario para hacer crecer la melancolía. Pero no creas que en mis palabras solo hay desvarío u ocultación del deber de socorro, esa obligación que me libera del peso magmático de la memoria.

Puede que en esa ciudad del caucho donde ahora mismo me olvidas con ingratitud, sea difícil establecer el afán heroico de conservarme en tus sueños en estado amniótico, pero te rogaría un mínimo de lealtad a ese pasado común que nos convirtió durante tantas noches en jauría salvaje de lo nuestro. Si es posible, escríbeme una larga carta de amor encendido, una carta que empiece con "Queridito del alma" y concluya, según patrones establecidos, con su florida postdata y "su corazón partío". Mejor el género epistolar que el vulgar correo electrónico. Ya sabes, soy un tipo que desnuda momias milenarias y desayuna trilobites en el vagón restaurante de los trenes de larga distancia, y nada me haría más ilusión que leer crónicas del virreino de tu puño y letra. Por el momento, sigo regando tus plantas de interior y avistando aves rapaces en nuestra casa de tarima laminada. Solo falta que las viejas pasiones abran la jaula dorada donde chiflas tu canto agudo, y vueles hacia mí, libre y entregada al afán que me sostiene. Kuyakuykim.

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Imagen: Obra de la pintora Edurne Gorrotxategi (Getxo, Bizkaia)