"Entre luces y sombras" de Pedro Garcia Cueto

08.11.2020

Las luces del teatro ya estaban apagadas. La función había terminado. Se oían los comentarios de los espectadores hablando de la obra, de sus méritos y sus defectos. Siempre detestaba esa sensación que queda tras el estreno, no saber con seguridad la opinión del público, no poder escuchar su veredicto.

Decidí mirar el escenario, me ocurría siempre tras una actuación extenuante. Dejarse la piel allí era motivo suficiente para contemplar, ya en la distancia, el campo de batalla.

A mi lado, los actores quitándose el maquillaje, charlando de diferentes temas. Nunca había podido soportar esa falta de interés por los resultados, esa trivialización del acto de interpretar.

Muchos de los actores comentaban cosas irrelevantes, aspectos de su vida cotidiana que anulaban la expectación de un día de función teatral: la cena de la noche, la cita con la madre de alguno, una futura visita al médico.

Para mí, todo aquello constituía una profanación, el hecho de interpretar era tan sagrado que cualquier otro tema me parecía banal e inadecuado. Pensaba en mi papel, no era la primera vez que había interpretado a Hamlet y ahora, cansado y tembloroso, revivía mis gestos, mis miradas, como si fuesen un ritual necesario para seguir viviendo.

Semanas enteras me había pasado recitando el personaje en soledad, imaginando a Ofelia en mi espaciosa casa londinense. También intentando odiar a Polonio y al hermano del rey, impostor y asesino de mi padre.

Me iba a los cafés por la mañana, sobre las diez y me fijaba en una mujer cualquiera, llevaba mi libro, tantas veces leído, donde el personaje cobraba vida, se alzaba frente el mundo. Imaginaba a esa mujer que leía y desayunaba a la vez, como a Ofelia, la miraba en la distancia, como si fuese posible penetrar en lo hondo de su ser. Me encantaba seducir sin ser visto, en la ignorancia de ellas, como si pudiese traducir sus pensamientos.

Hubiese resultado absurdo si sólo me dedicase a imaginar a Ofelia, entraba en contacto con esas jóvenes.

¿Cómo imaginar las noches de Londres en pleno invierno? Uno tenía la sensación de adentrarse en un bosque, debido a la tupida niebla que asolaba las aceras. Apenas podías ver a la otra gente que caminaba por la calle y era fácil, pese al disgusto que me causaba, el encuentro físico con un desconocido y el perdón habitual. La noche era fantasmagórica aquel día de enero, apenas se veían las luces de los escasos coches que circulaban a esas horas, cuyos faros se perdían en la niebla. La humedad se filtraba en la piel, por ello, siempre llevaba guantes, ya que me desagradaba sentir mis manos mojadas y frías al entrar en el bar o en cualquier otro lugar.

Paul, mi amigo de la infancia, disimulaba el frío, pero lo sentía, ya que podía escuchar el ruido de sus dientes y ese violento espasmo que produce la escasez de ropa ante una noche invernal.

Vimos las luces del bar y entramos, era casi la única luz visible a nuestro alrededor, ya que John, el viejo marinero que regentaba el bar, se había preocupado de poner focos luminosos para mitigar la escasez de visibilidad en la noche londinense.

Estábamos en Charing Cross y el teatro Ramson era el único que podía verse por allí, se mantenía, desde hacía ya cincuenta años, gracias al esfuerzo de sus dueños, unos afamados comerciantes de Liverpool.

En el bar se sentía la pesadez del humo que volaba por doquier, estaba casi lleno y se podía escuchar el griterío que a mí siempre me incomodaba. Sin embargo, había accedido a ir con Paul, porque detestaba encontrarme solo en mi vieja casa en una noche de estreno, pensando en la obra, en sus méritos y sus defectos. Un rato de diversión no nos hacía mal a ninguno de los dos.

Fue entonces cuando la vi, era Ofelia, sus ojos eran redondos y marrones, se movía con la dulzura de la joven recatada que yo imaginaba, su cuerpo parecía cincelado como en el sueño de un artista. Era una mujer frágil que caminaba como si estuviera soñando. Por fin, se hacía realidad mi sueño, era la mujer de mi vida.

Imagen: Óleo de Fabio Hurtado. España. 1960