"El sabor de las naranjas", de Adolfo Marchena Alonso

22.05.2019

Tal vez seamos abyectos porque el miedo nos impide amarrar las raíces de la bondad, el olfato de los perros. Tal vez no tenga sentido a qué saben las cosas, tan alejadas del paladar. Mis males podían resumirse en los de cualquier otra persona, salvo que míos, en su posesivo argumento de días abruptos y desangelados, de sueño interrumpido a mitad de la noche por una pesadilla. Me lo sugirió la psiquiatra, ante mi impostura o ese cristalizar la angustia, donde no avanzábamos salvo a pasitos cortos que conforman uno en su extensión, para luego deshacerlo. Escribe, me propuso, a qué saben las naranjas. En un principio lo tomé como una coartada de la estupidez pero luego, más tarde, comprendí que también la inutilidad, no solamente tiene sus instrucciones de uso, que no escatiman elogios, pues la sencillez engrandece la vida con lecciones sencillas. Escribiendo sobre el sabor de una naranja pensé en ti, en nuestro amor fallido, sin paliativos. Porque amarte era como decirte cosas bellas al oído, cosas que no han de perderse, ese margen del silencio que exige la lluvia cuando cesa. Porque amarte suponía el sabor de las naranjas y yo era incapaz de describirlo. Suponía la floración de todos los conflictos saneados, firmas de paz, armisticios en la cáscara de una naranja. Reconozco, me humillo ante este silencio y esa desidia que me convierte en un animal errante, sin rumbo, tránsfuga. Animal cuya sombra se pierde en la intemperie, porque dentro de las casas ya no es sombra, es proyecto, prolongación de una ausencia. Imaginando su pulpa, su zumo, pensé también en la paz de los cementerios. Relatos que surgían de las lápidas y los panteones. La hierba del cementerio en una ciudad que lo engulle, anexa a la historia de la propia ciudad y sus incendios. Sólo entonces me olvidaba de ti, de mis errores, para formar parte de la vegetación, aquel olor a madrugada, la hierba recién cortada, como se corta un mal cuando se reconoce y crece en su extensión de superfluidad y escasez. Las guerras son dañinas, nos dicen, todos huyen, pero no asesinamos el sabor de las naranjas. Reconozco su envoltura pero no soy capaz de sustraer un adjetivo, aunque pienso en lo amargo, en lo dulce, en lo agrio. Acaso mi psiquiatra me esté tomando el pelo porque lo mismo podía estar hablando de las abejas o de aquellos poetas que se suicidaron. Un día en el Café Español, bebiendo, sosteniendo un cigarrillo apagado, magnificando los gestos, considerando a los poetas que gustan de codearse con gentes importantes. Y luego salen de allí y en la habitación del hotel se quitan la vida. Desgarro de emociones y sensaciones. En eso resultan como las naranjas, que caen del árbol cuando maduran, expoliadas de su cordón umbilical. Pero, en definitiva, a qué saben las naranjas. Pienso entonces en Art Pepper, un saxo alto de los años cincuenta. Y así como él me aporta con su jazz el principio de una historia, me olvido de todo y confieso que la vida es eso, emoción y desgarro, alucinación de una tarde donde creemos sentirnos bien y realmente sucede, nos sentimos bien. Entonces caigo en la cuenta de a qué saben las naranjas. Me levanto y me acerco a la cocina, pretendo y escojo una con mis manos y la palpo, la disecciono en dos y parece que llora. Y así, sin pelarla ni expropiarla, la mordisqueo y disfruto de su jugo. Y es como la vida, que se desliza lenta en gotas amarillas. Sabe a ti, a nuestro amor herido, a batallas que fueron y tienen nombre, el cementerio de la ciudad. Entonces comprendo a mi psiquiatra, su sutil juego, su engaño. A veces no es necesario describir nada, escribir, decir. Basta con un hecho. Simplemente. La naranja sabe también a hueco en la conciencia, cuando deposito la cáscara sobre la mesa de la cocina y no sucede nada, salvo que me siento cansado, en paz, por una vez, con la decadencia que nos persigue al margen de todo compromiso.