"El retrato del pintor" de Carlos Mora Mesa

01.03.2021

La historia que me dispongo a narrar, puede parecer increíble, pero sucedió tal y como os la voy a contar, y cierto es, que aquí, junto a las llamas de la lumbre, dé cierto pavor escucharla. Hace tiempo que me preguntáis por la casa que hay detrás de la parroquia del Señor San Sebastián, aquí en la aldea de Los Palacios de Guadalmez, y porqué esa casa tiene puertas y ventanas tapiadas con adobes. Por miedo, esa es la respuesta. Y es que en esa casa vivió hace años una viuda, la tía Catalina, como era conocida entre sus vecinos. Catalina tenía un hijo, que desde muy joven demostró una gran sensibilidad artística, y nuestro señor, don Luis, marqués de Comares, se empeñó en que el joven Diego aprendiera el arte de la pintura con los grandes maestros de la Corte. Allí le envió pagándolo de su propio peculio, y allí, el hijo de Catalina descubrió la magia de los colores, la volatilidad de las formas y el embrujo de las miradas, impregnando de barroquismo cada una de sus pinceladas. Pronto se hizo un nombre entre el gremio de pintores, y casas nobiliarias e iglesias se disputaban sus servicios.

Pero una ventosa tarde otoñal, un viajero llegó hasta la aldea y preguntó por la tía Catalina. Era un amigo de Diego en Madrid, y se dirigía a Sevilla, en busca de las ofertas de trabajo que en la Villa y Corte no le ofrecían. Traía una dolorosa noticia para Catalina, su hijo Diego había fallecido el pasado verano, y ya moribundo, le había rogado a su amigo que se acercara hasta Guadalmez, para comunicárselo a su madre y le llevara un cuadro que acababa de terminar. Era su autorretrato, una obra de gran realismo, donde el mismo Diego parecía haber plasmado su alma.

Pronto comenzó a rumorearse en la aldea que la tía Catalina hablaba con el retrato de su hijo, y había quien afirmaba que incluso se oía una voz masculina en esas conversaciones. Y lo más curioso es que Catalina, que desde la noticia del fallecimiento de Diego, no salía de casa, comenzó a visitar a vecinos, a quienes al día siguiente había que dar cristiana sepultura, en el pequeño cementerio que había al norte de la iglesia parroquial. Ella decía que venía a despedirse, y no daba más explicaciones, y lo cierto es que de aquella persona de la que se despedía, pronto se veía obligado el sacristán a tocar las campanas a muerto por su eterno.

Los años pasaban, y cada vez que Catalina salía de casa a visitar a alguien, medio pueblo iba de entierro al día siguiente, por lo que no tardó mucho en encontrarse Carlos Mora Mesa 2 con puertas atrancadas, ventanas con los postigos echados y gente que cambiaba el rumbo para no cruzarse con ella. A ella le daba igual, su misión era avisar, y ella avisaba, ya fuera tocando en la puerta o susurrando un adiós junto a la ventana.

Para el cura, don Miguel, aquello sólo podía ser obra del diablo y artes de hechicería, y convenció a Juana, la mujer del sacristán, para que se acercara un día a casa de Catalina a ver que era lo que se cocía allí dentro. La pobre Juana salió blanca de la casa, y contó a todo el que quiso escucharla, que el retrato de Diego hablaba, y que se había dirigido a ella para anunciarle que no llegaría viva al día de Navidad, y estaban a 22 de diciembre. Dos días más tarde, don Miguel ofició una misa de funeral por el alma de Juana, entre los sollozos del inconsolable sacristán. Ya estaba resuelto el misterio.

También le llegó el turno, unos años más tarde, a la propia Catalina, y la tarde anterior a su deceso, se acercó a la casa de sus vecinos para pedir que al día siguiente, cuando el sol comenzara a ponerse, entraran en su casa para amortajarla, porque, por fin, su hijo Diego, le había contado que volverían a reunirse. A su muerte, nadie quiso saber nada más del retrato de Diego, y por ello se tapiaron puertas y ventanas.