"El peine de nácar" de Alix Rubio Calatayud

27.10.2020

La niña entró en el dormitorio y se sentó en la cama, absorta en la contemplación de su madre que se peinaba frente al espejo del tocador. El largo cabello negro brillaba lleno de vida, el peine de nácar se hundía en las guedejas azabaches.

La madre miró a la niña y la llamó con un gesto.

- ¿Quieres que te peine, cariño?

La niña se levantó y se acercó a su madre, que desató los lazos color de rosa y le deshizo las trenzas color caramelo. El peine de nácar le alisó el pelo una y otra vez. "Pareces una princesa de cuento, con tus largas trenzas. ¿Recuerdas que te conté la historia de la princesa cautiva que echó sus trenzas por el ventanal para que subiera un príncipe a rescatarla? Pues tú eres igual."

Lili se despertó y parpadeó bajo la luz del sol que entraba a través de la cortina. Miró hacia su tocador, pero no había nadie frente al espejo. Últimamente soñaba mucho con su madre y con ella misma, rememorando episodios de cuando era pequeña. Su madre como mujer joven y morena, grandes ojos negros y abundante melena negra y algo rizada. Lo que más fascinaba a Lili era el peine de nácar de su madre, un peine antiguo que le recordaba las leyendas que ella le contaba. A veces la peinaba con él, pero no la dejaba tocarlo porque se trataba de un objeto delicado que tenía en mucha estima.

La madre se peinaba frente al espejo, se pintaba los labios con un lápiz labial que hacía juego con su abrigo rojo de entretiempo, se calzaba zapatos de tacón muy alto, y salía a comprar temprano. Generalmente, Lili aún dormía y se despertaba con el sonido de los tacones sobre el empedrado de la calle, que anunciaba que su madre ya estaba de regreso. Lo escuchaba de lejos, y a su alrededor todo recobraba la paz y la dulzura de la madre: mamá estaba en casa y la vida era buena. En la cesta de la compra, una chocolatina para endulzar su despertar.

Lili se levantó y, todavía soñolienta, se puso frente a su espejo: no se parecía a la madre. Era una mujer de piel muy blanca y pelo color caramelo que se encendía bajo el sol.

Tampoco tenía un peine de nácar. El peine de nácar de su madre se rompió, o se perdió en una mudanza. Quién podía saberlo, después de tantos años. Una vez le preguntó por él, lo que más deseaba era que algún día se lo regalara. Lo guardaría como su mayor tesoro. La madre quedó pensativa y sonrió. Ya no se acordaba. Lili no volvió a mencionar el peine. Siguió soñando con su madre, con la cocina que olía a café, las melodías de la radio alegrando la casa, los lirios del jarrón, las lecturas, la risa de la madre como una campana de plata.

Un día la madre entró en coma y ya no despertó. Lili le susurró a modo de despedida: "mamá, te espero en la terraza para que me cuentes un cuento y me peines las trenzas con tu peine de nácar." La niña rodeó con sus brazos el cuello de la madre y besó sus mejillas tibias. Olía a perfume floral y a sol. Con dedos tímidos, acarició el peine antes de que la madre volviera a colocarlo en su lugar en el tocador.

Lili se sentó ante su mesa de trabajo y cogió el bolígrafo verde. Siempre escribía a mano, y aquél era su color favorito. Desplegó un cuaderno y comenzó a dar vida a sus recuerdos en poemas y relatos en los que la madre de tez morena era la protagonista, y llevaba a su niña de la mano.

La niña acarició sus trenzas y miró a la madre con los ojos brillantes y llenos de ternura. "Mamá, cuando sea mayor, ¿yo seré una princesa?". La madre le sonrió y apoyó su mano cálida, que siempre transmitía seguridad y amor, sobre la cabeza de la niña. "Serás escritora y tendrás un peine de nácar para peinar tus sueños."