"El pañuelo" rojo de Ainhoa Gorordo Corchon

12.08.2021

05:00 am y como, cada mañana, paseaba por el medio del pueblo hacia la panadería. Ese frío lunes de diciembre el tiempo no acompañaba, la temperatura no rozaba los 4ºC y un aire fino conducía el xiri-miri.

Las farolas difícilmente marcaban el camino, tan solo ligeros destellos de luz se apreciaban. Durante mi paseo, me pareció escuchar un sonido -un gato saltando, pensé. Continué caminando, cuando, de repente, un charrasqueo. Activé el paso, las manos me comenzaron a sudar y las piernas, a temblar, impidiéndome andar rápidamente. No quería mirar hacia atrás, ni realizar movimientos bruscos. Decidida, con la cabeza firme, intenté seguir el camino hacia el trabajo; hasta que, por un instante, sentí que un ligero movimiento se acercaba hacia mí.

Me paré en seco, el corazón me iba a mil por hora, me costaba respirar y apenas podía pronunciar una palabra. El momento de paz que conocía se convirtió en una auténtica pesadilla.

Decidí echarle valor y giré la cabeza hacia la plaza, la cual sobrepasé de un momento a otro debido al miedo provocado en mi interior. Una sombra se desvanecía por el frontón y el silencio se apoderaba del lugar.

Con la mirada borrosa generada por los nervios que pasé, me pareció ver algo en el centro de la plaza, justo en frente del ayuntamiento. Pensé que ya nada malo podía pasarme y, culpando a mi curiosidad, me acerqué. Fue entonces cuando la vi, desnuda, cubierta por un pañuelo rojo de seda que apenas tapaba el esbelto cuerpo de la joven.

En aquel momento me di cuenta de quién era ella; se trataba de la pequeña de la familia Zubigarai, la joven que desapareció el pasado doce de octubre en el parque natural del Gorbea.

Llevaban más de dos meses recorriendo por tierra y aire el valle, así como las zonas que rodeaban el parque. Todos los habitantes nos conmocionamos cuando se conoció la noticia y, del mismo modo, nos implicamos en su búsqueda.

Pero, desgraciadamente, al no obtener pistas ni rastro, la investigación comenzó a empequeñecerse hasta que, estos últimos días, nadie parecía seguir con la lucha de encontrar el cuerpo de la pequeña de Zubigarai.

Aunque la vida rural se entristeció con la noticia de la desaparición, los chismorreos no escaseaban. Había muchos murmullos acerca del paradero de la joven; fuentes que determinaban una mala caída en las rocas y su muerte, otros peores que cercioraban su huida del pueblo, y muchos más que levemente mantengo en la memoria.

Recuerdo a su hermana, desolada, bajando del coche de patrulla el día que la perdió de vista. Nadie le creía, pues confirmaba y corroboraba que una ventisca se la había llevado. La tomaban por "loca", ya que ese día fue uno de los más soleados del mes. Desde entonces, en pequeños acontecimientos se dejaba ver; la tristeza dibujaba su cara y el tartamudeo empobrecía su conversación.

Estuve un largo rato observándola, tumbada en el suelo con ese rojo e intenso pañuelo que le cubría; ella parecía feliz, descansada. Me fijé en su belleza, cabello largo y castaño, de piel clara y recordé sus ojos color miel; la ternura que transmitía era adorable. Tan solo quince años y qué injusta es la vida en estas ocasiones - murmuré.

No recuerdo cuánto tiempo permanecí frente a ella. Solo sé que se hizo de día y que relacioné una leyenda urbana del valle con la historia acontecida, ya que la fábula cuenta que los erraldois -gigantes- bajaban puntualmente al centro y que solían capturar a las chicas más bellas para llevarlas consigo al castillo de Untzueta.

También se cuenta que solamente una consiguió escapar y que los habitantes no lograban rescatarlas, donde muchos de ellos fallecían en el intento.

No sé por qué lo relacioné con ello, pero mi subconsciente presentía que había una conexión. En cambio... ¿por qué el pañuelo rojo? Esa huella se me escapaba y debía de encontrar una pista, una relación con la leyenda y el suceso.

Sin embargo, en un instante, sentí una áspera mano acariciando mi espalda. Sobresalto del susto y a continuación me despierto en mi cama. Hoy es día doce de octubre.

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Imagen: Autor, CIRO MARRA