"El Lazarillo de la calle Prim", de Francisco de Asís Fernández Sánchez

31.05.2019

- ¿Quién ve?, ¿Quién ve?, ¿Quién ve?

Es lo primero que Nachete oía nada más empujar la doble puerta que daba acceso a la O.N.C.E. en la calle Prim número 3. Si alguno de los lectores no conoce el significado, es la Organización Nacional de los Ciegos Españoles. Nachete siempre llegaba con tiempo suficiente para esperar a su padre y ayudarle a realizar la devolución de los cupones que después de vocear los números en un portal de la calle Gran Vía, enfrente de la boca del metro Santo Domingo no le había dado tiempo a vender. Tenía que llegar a tiempo a la calle Prim y devolver esos cupones que podía haber sido agraciado con el premio de la noche y ningún alma caritativa compró.

Nachete siempre ayudaba a los compañeros de su padre, ansiosos de poder ver unos pocos minutos y conocer los números que en ventanilla un funcionario de la O.N.C.E. les había hecho entrega para la venta del día siguiente. Tenían que apartar los números que eran vendibles y poner en primer lugar los - petardos - así era el mote puesto a esos números que habían salido premiados unos pocos días atrás y que a nadie les gustaba.

- Yo veo, dime.

- ¿Qué número son estos? Nachete con sus 10 años era muy habilidoso con la lectura de eso cupones de tres cifras. Agilidad que había adquirido desde muy pequeño leyendo todas las noches los cupones a su padre.

- No me digas los tres números, con los dos últimos me vale. 

Llegando a la calle Barquillo iba dirección al metro de Banco de España, la estación donde su padre se bajaba después de haber cogido el metro en Santo Domingo. Conocía perfectamente el ruido del bastón de su padre al golpear con el suelo y dependiendo si era muy fuerte sabía el estado de ánimo que tenía.

- ¡Hola papá¡

- ¡Venga date prisa que nos van a cerrar la ventanilla!, hoy traigo muchos cupones. Nachete ya sabía que estaba de mal humor y tenía que tener cuidado si no quería llevarse un pellizco en el brazo de esos que te dejan un moretón para una semana cambiando de color como el camaleón.
Nachete ya tenía ganas de escaquearse y otear por el salón a ver si hacía alguna travesura, pero antes tenía que leer los números que el funcionario le había dado y sobre todo ver si le había tocado algún petardo, peligraba con otro pellizco.

Nachete se dirigió a los servicios, andaba con las piernas muy juntas y medio encogido, obvio que se estaba haciendo pipí. Nada más entrar en la parte de la izquierda había una hilera de puertas, algunas cerradas y otras abiertas, puede que hubieran más de diez. Las puertas no llegaban hasta el suelo, había un hueco de unos treinta centímetros y no llegaban hasta el techo pues eran muy altos, como las de un almacén. Nachete entró en uno de ellos, cerro su puerta, se bajó la cremallera y se puso a hacer pipí. Cuando terminó y mientras guardaba su pequeño pene dentro de esos calzoncillos con una abertura, pensó en la travesura. No se le ocurrió otra cosa que con la puerta del servicio cerrada con su pestillo y Nachete dentro, pues salir por debajo de la puerta. Claro estaba que ese servicio lo dejaba inutilizado, pero no le bastó con solo hacerlo en uno, entró en los que estaban vacío y repitió la misma operación. 

Al terminar su trastada se quedó observando lo que podría pasar cuando alguien quería hacer uso del servicio. Llegaban las personas invidentes con su bastón e iban recorriendo las puertas desde el principio hasta la última, cuando el ciego hizo todo el recorrido apresuradamente, soltó una frase que a Nachete le preocupo, ¡qué pasa, que ahora a todos los ciegos les ha dado por cagar a la vez! 

Nachete entró en pánico y salió corriendo en busca de su padre que le estaba llamando a gritos como si estuviera voceando cupones para venderlos igual que un día más.