"El elixir" de Enrique Mochón Romera

11.11.2020

Marta y yo creímos haber hallado la fórmula de la eterna juventud. Así lo probaban al menos los ensayos realizados sobre animales. Aquel frasco de líquido azul brillante era el resultado de muchos años de trabajo, el final de un proyecto que parecía desde su inicio condenado al fracaso y en el que habíamos perseverado pese a los continuos obstáculos. Faltaba no obstante dar el último paso, y en eso no podíamos permitirnos ni un solo fallo. Ahora tocaba una ardua labor de documentación y estudio, de análisis de datos de experimentos similares, de comparación de estadísticas, de valoración de la gravedad de esos posibles resultados negativos. Y fue entonces cuando empezaron nuestras desavenencias. La actitud impaciente de Marta, por un lado, no era la más adecuada para ese momento. Pero cuando yo se lo hacía ver, ella, con aquel asombroso poder de lógica que tanto bien había aportado a nuestra labor, lograba hacerme sentir como un obseso de la prudencia. Ocurría también que, después de tanto tiempo de intenso y absorbente trabajo, de repente nos encontrábamos haciendo algo más bien aburrido, casi burocrático, y cuya laboriosidad y obligada lentitud tampoco nos garantizaba el éxito. Aunque quizá todo pueda resumirse en que todavía éramos jóvenes y no estábamos preparados para algo tan trascendente. Pasamos los primeros días discutiendo a todas horas, cerrando cada noche los bares de la ciudad, intentando ponernos de acuerdo en cuál era el mejor modo de hacer las cosas. Una mañana Marta llegó al laboratorio decidida a probarlo en ella. Yo llevaba tiempo temiendo aquel momento y mi negación al respecto fue rotunda. Pero su determinación entonces era tal, ofreciéndome una y otra vez su brazo desnudo, sorda a cualquier desesperado argumento mío por disuadirla, que al final claudiqué. No logro recordar, quizá nunca lo supe, qué pasó entonces por mi cabeza, si no es que mientras le inyectaba el compuesto mis movimientos eran gobernados por un poder superior al del gran amor que sentía por ella. A estas alturas no sorprendo a nadie si digo que los efectos del compuesto resultaron fatales para su cuerpo de humano. Seis décadas después, el pabellón universitario de ciencias aún conserva huellas del devastador incendio que mi ira provocó. Casi tantas como mi piel. De aquellos años, aparte del dolor y de un montón de polvorientos e indescifrables legajos, solo conservo a nuestra buena gatita Misi.