"El bikini amarillo" de Franco Galliussi

08.10.2021

En mis últimas vacaciones sufrí un incidente, en el que a algunos segundos les tomó varias horas pasar. Hablo de manera figurada, porque fue algo interno, algo que sólo yo viví; y que quienes me veían, como espectadores, no tenían ni idea de lo que ocurría en mi cabeza.

Después de conducir por veinte horas, al fin habíamos llegado a Brasil. Estábamos cansados, pero aun así, lo primero que hicimos fue ir a la playa.

Con Bárbara armamos un gazebo y luego ella se fue al mar. Yo compré una caipiriña y me quedé cuidando a Agustín, que estaba haciendo unas montañitas en la arena húmeda. No mucho después, una mujer pasó frente a mí. La vi venir desde lejos, y no le quité los ojos de encima hasta que se perdió entre la muchedumbre. De ella recuerdo que tenía la piel del mismo color que el azúcar cuando se derrite, y que cada una de sus pronunciadas curvas estaba delimitada por un provocador bikini amarillo. No puedo mentir, en ese momento sentí que estaba en el paraíso.

Lo que pasó después me hizo bajar desde las nubes hasta el infierno. Miré a mi lado y sólo encontré un castillito de arena: ¡Mi hijo había desaparecido!

Busqué a Agustín a mi alrededor pero no estaba, y Bárbara nadaba sola. Ahí empezó la agonía. Mi respiración se aceleró y mis piernas se debilitaron. Corrí hacia adelante unos metros y luego volví sobre mis pasos. No había dirección certera hacia dónde ir. Miré a las personas que estaban cerca, pero no noté nada raro, ni tampoco a alguien que me pudiera ayudar. No sabía cómo reaccionar. Supuse que habían robado a mi hijo. Ya había oído hablar de secuestros así: bajan a las playas y se llevan a los niños hacia las favelas. Nunca más lo iba a ver. Me paralicé y dejé caer el vaso. Quise correr hacia la calle pero sentí ganas de vomitar. La gente me empezó mirar y, casi ahogado, le pregunté a un hombre si había visto a un niño de tres años, rubio, que estaba jugando junto a mí. El sujeto no hablaba español pero interpretó mi desesperación y movió su cabeza indicando desconocimiento. Me imaginé a mi hijo encerrado en un auto, con un sujeto tapándole la boca, llorando de miedo y tratando de morderle los dedos a su secuestrador para poder gritar: "¡papá!", "¡mamá!". Volví a mí, y le dije a Bárbara que no encontraba a Agustín. Ella gritó: ¡¿Qué?! ¡ ¿No lo estabas cuidando?!, y corrimos para buscarlo en distintas direcciones. Otra vez me puse a suponer cosas: imaginé a Agustín encerrado en un dormitorio, llorando desconsolado, petrificado por el terror, y en esa misma casa a unos criminales planificando llevarlo a algún destino incierto, que podía terminar en prostitución, venta de sus órganos, explotación laboral o quién sabe qué otra cosa. También recreé mi futuro sin él: me veía sumergido en una miserable vida, y que luego de una infinidad de reproches terminaba suicidándome. Y otra vez volví a la realidad. Grité con todas mis fuerzas: ¡Agustín!, ¡Agustín! ¡¿Dónde estás?! Entonces unos jóvenes se acercaron a preguntarme qué pasaba y les pedí que me ayudasen a buscar a un niño que tenía una gorrita roja y un short azul. Bárbara estaba igual de asustada que yo. Me dolió el pecho y pensé que me iba a dar un ataque al corazón. Otra vez me puse a pensar cosas horribles y me hice la idea de que si mi hijo sobrevivía, crecería en la miseria y la marginalidad, habiendo sido abusado y golpeado durante toda su infancia; y que crecería odiando a unos padres irresponsables que lo perdieron, y que estarían en algún lugar del mundo, pero de quienes no recordaría sus caras. Y entonces, cuando Bárbara ya había explotado en llanto, alguien me tomó de la mano: era Agustín. Caí desplomado al piso y sentí que de mi boca salía un vapor espeso que se había acumulado en mi pecho. Lo abracé y lloré. Bárbara se nos unió. Le pregunté dónde estaba y resultó que sólo se encontraba jugando detrás de las reposeras.

Todo pasó en veinte segundos.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)