"Dios bendice a los patitos feos" de Amparo Montejano Sampedro

«Fea», maullaban.
Y se relamían las patas grises y garradas: patas de niñasgata.
Y ella las veía... desde su galera acristalada de atardecidas sin calle, sin alborozo a jureles y sin comba de sardinas.
¡Oh, qué triste!
Porque por fea reprobaban su traza de zaíno plumaje, y también sus ojos, sin vela en las retinas; porque por fea bufaban su nombre, haciéndolo chiste; embadurnándolo, después, con la sombra de nubes que cada esquina atesora. Y, no contentas, las gatas galanas, de lomos arqueados y pelos en cepillo, intimidaban su sueño con temibles rugidos de pico roto.
Y el pajarillo lloraba.
Y perdió la alegría que teñía sus trinos, y perdió la palabra; y, por el camino, se olvidó de comer, enflaqueciendo el buche. Y su sangre se hizo fría y esquiva.
Solitaria.
«Fea», requetemaullaban.
Y el corazón del pajarillo de dolor se colmaba.
Y se hizo un hueso; uno grande y amarillo de elefante: hueso de perro. Y el hueso le cubrió el pecho y lo llenó de tablas... Ya no sentía y no lloraba.
No era niña. No era nada...
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Un día que las nenasmorroñas en las callejas brincaban, relamiendo sus bigotes y garbeando, coquetas, ante los que, corajudos -ojos de sierpe- querían engatusarlas, su terrosa perrera quiso la niña fea dejar atrás.
Y atrás también dejaría sus miedos, los malos: esos que devoran tripas y no permiten soñar.
Y cedería, además, la congoja y el agobio, de tristes atardecidas, a un amanecer de topitos azulados: los que manan de las caritas que han recobrado el rubor. Porque, cuando el Temor se va, deja un huequecito frío que en seguida viene a rellenarse con la pizpireta Libertad, quien, por las calles trina y danza.
Y así marchó nuestra niña, la niña fea, por los prados y los montes, con trotecillo -al aire- risueño y trovador.
Mas, en torciendo el recodo que emparejaba con la rúa llamada de La Sardina... el pajarillo, de bruces, con las chicas se topó. Entonces...
¡Oh, qué fieras!, ¡oh, qué gatas!
Y el sol se hizo eclipse y del cielo llovió saña, bruna y podrida: saña de rosas oscuras llenas de arnas, saña de tierras viscosas y acacias grandes y amarillas con hechura de elefante; elefantes que embistieron, de La Sardina, tres manzanas a la redonda, y que, al barritar de tripas, sangraron polillas negras.
¡Oh, qué triste!
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Ahora lloran las niñas, relamidas, patas grises, maullando por los rincones y reclamando perdón.
Y las dejan.
Solas.
Relamiéndose las penas que les cuelgan de las patas: penas perpetuas de sangre que hieren de muerte al alma.
Y así quedan, entre galeras de hierro, olvidadas y escaldadas: cosas feas...
No son niñas. No son nada.
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La niña fea no es fea, que es rayo de luna clara, amapolas encendidas y sirope de manzana. Una cabecita loca que vuela libre y sin alas porque no las necesita: la canariera está abierta y se marcha.
Y deja un huequecito frío en su figura de muerta que no es niña.
Y por las calles, risueña, con alborozo a jureles y comba de sardinas, su fantasma pía y danza.