"Desahuciar es quitar toda esperanza" de Enrique Sánchez Campos

08.10.2021

Sobre la mesa de escritorio una hoja de papel en blanco, un bolígrafo de marca prestigiosa con su mitad superior chapada en oro, seguramente regalo de algún cliente o amigo, cuando los tiempos eran de bonanza para la empresa que iba subiendo enteros, destacando en puestos punteros del sector. Ahora no tenía amigos ni empresa..., ni familia. Llevó la mirada lentamente al ángulo superior del lateral derecho del tablero de la mesa, donde se hallaba la carta de embargo, fuera del sobre y extendida dejaba leer a distancia las últimas líneas de amenaza velada, aunque permitida y amparada por las leyes vigentes. Volvió a repetir la lectura mentalmente una, otra... y otra vez más, y su rostro permaneció impasible e inmutable. Ya había tomado su decisión hacía mucho tiempo y esa misiva solo servía para reforzarla.

Estaba sentado frente a la mesa en su silla de siempre, antigua, amplia y cómoda; la que habían utilizado su abuelo y su padre. La puerta del despacho se hallaba semiabierta, dejando entrever, tras el halo proveniente de la habitación contigua, la oscuridad que invadía el resto de la casa, donde la soledad y el silencio eran cómplices del pensamiento inexpresivamente amargo de aquel hombre que, hasta pocas horas antes, había sido un desesperado en busca de una solución que le permitiera continuar negociando con los acreedores que se iban a repartir muy pronto la obra que, con tanto esfuerzo, habían forjado su abuelo y su padre. Ya no buscaba nada, no pensaba nada; le habían bloqueado todas las salidas posibles amparándose en la ley; le habían hecho ver que todo lo que intentara era inútil; que el Derecho y la Constitución no le permitían acceder a su amparo, tampoco la lógica ni la razón; había tocado fondo y sólo podía llevar a cabo la resolución que, ahora, plácidamente, se había instalado en su cabeza. Ya no le quedó por hacer otra cosa que lo que hacía.
Retiró la mirada de la carta lentamente y la posó bajo el arco que formaban sus dos antebrazos, apoyados por los codos sobre la mesa, y sujetando entre sus manos la cabeza, allí la dejó caer como el plomo sobre una pistola de nueve milímetros Parabellum, cargada y dispuesta para el disparo; la había tomado de un cajón del escritorio, donde la guardaba su abuelo, quien le había contado que la recibió como regalo de un familiar del diseñador de armas austríaco Georg Luger, cuando ambos se conocieron en Alemania, al finalizar la Segunda Guerra Mundial.

La luz relampagueó un instante, sonó un fuerte estruendo o una detonación, quizás ambas cosas a un tiempo. ¡Serían los funcionarios del juzgado derribando la puerta con un golpe de ariete! ¡Esos que amparan a los cuervos que se nutren con la carroña humana en que, a golpe de ley, convierten a las personas caídas en desgracia!

Se oyó el grito del director ordenando que finalizara el rodaje; una luz tenue iluminó la estancia y se acercaron todos para felicitar al actor caído de bruces sobre la mesa ensangrentada, al llegar a él para darle una palmadita de felicitación en la espalda, observaron, asombrados, como el hombre presentaba un agujero de bala bajo la región anatómica correspondiente a barbilla y boca, el resto de la cabeza era un amasijo amorfo de hueso y músculo ensangrentado. Alguien había sustituido el cartucho de salva por munición de guerra, posiblemente la misiva judicial dirigida al ya finado.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)