"De la mano de Esteban" de Paqui Fernández Guerra

22.10.2020

Querido hermano:

Hace menos de dos horas que hemos vuelto del pueblo y descargado el coche. Esta vez llegar a casa ha sido muy diferente a otros años. Este otoño impreciso que nos esperaba ha mojado la tierra, el sueño está blando y está atardeciendo, pero la hierba parece cubierta del mismo rocío de las mañanas en el pueblo.

Hemos vuelto bien, sin novedad podría decir, si no fuese porque la novedad nos dijo adiós al salir y también está aquí, a nuestro alrededor. No te oculto que los últimos diez días los he vivido en el pueblo con el estómago encogido, con el temor a una llamada de cualquiera de vosotros anunciando un hospital o algo peor aún. Ni siquiera las labores de la casa han conseguido relajarme ni subir el ánimo. Por distraerme he visto crecer las plantas como nunca; tan de cerca, tan encima de ellas estaba que parecía que iban consumiéndome a mí para ellas hacerse más presentes, llenando de sombra el porche y haciendo el atardecer un poco más oscuro que de costumbre. Por suerte, Esteban, mi marido, parece no vivir ese agobio.

Si en otros años he tenido que marcar a regañadientes y no sin cierta tensión la fecha de vuelta, éste he vivido mal la idea de regresar a la ciudad. Cuando veía a Esteban tumbado en la manta debajo del olivo tenía la sensación de que se terminaría integrando en la tierra, que iba a echar raíces convirtiéndose en un árbol más del huerto. Este año me he dado cuenta de la fuerza de la savia que lleva dentro de sí mismo, de las raíces enormes que le unen con su infancia y ese lugar. Tal vez el semi encierro de este año me ha permitido darme más cuenta de la fuerza que esa vida suya anterior le da a la de ahora, a tanta distancia de sus orígenes, mientras sigue trabajando en la fábrica, manejando materia que no es la que le corre por las venas de la memoria.

Esteban pertenece a esa rara raza de hombres que salen del campo huyendo de la necesidad, sin desear hacerlo, y se van con la llave de la vuelta en el bolsillo: por mucho que aprendan, dinero que ganen y futuro que se les abra, su posado está en las raíces de ese pozo terco y profundo en el que nunca falta agua fresca.

He comprobado en todos estos meses que, esté por el campo o dentro de la casa, él tiene un cauce de sabiduría que igual le sirve para comprobar desde la distancia si los melones de la mata están maduros o qué rama hay que recortar para que la buganvilla de la entrada no nos ahogue la puerta. Lo que antes siempre me parecía obsesión por su tierra, esa dependencia que a veces no conseguimos resolver con discusiones, en realidad es la acequia que riega su vida.

He disfrutado con él recogiendo las ciruelas del vecino, las que caen en nuestro huerto, pero más aún viéndole luego hacer mermelada fina como la de un hotel de cinco estrellas; volviendo del campo de recoger patatas de siembra para cocerlas ese mismo día, o limpiando las hojas de las lechugas como si quitase pétalos mustios a las rosas del muro.

Creo que sí, que también él ha sentido la misma presión por las ausencias de otros años, las comidas con la familia del pueblo, los pequeños viajes de novios maduros a Mérida...
Y pienso que por eso, cuando le entraba el agobio, en vez de suspirar hondo como yo hago, me quitaba el delantal o el paño de limpiar, me agarraba de la mano y nos íbamos a caminar entre olivos, bien derechos, sin mirar a los lados, como avanzan los surcos del sembrado.

Cuidaos bien. Muchos besos de tu hermana que os quiere.

Paqui