"Breve historia del maniquí perfecto", de Ramón Jiménez Pérez

04.04.2019

Se le desató en cierta ocasión a un venezolano un hipo terrible. Desesperado, consultaba a un facultativo tras otro, pero ninguno acertaba con el remedio que pusiera fin a semejante tortura. Al cabo de dos años, cuando ya estaba considerando soluciones de ésas que libran para la eternidad de todos los males, el galeno más inesperado de Caracas dio con una pócima que puso en fuga a la ominosa música para siempre.

Poco después había viajado hasta España, cuna de sus antepasados, a relajarse. A disfrutar de la vida el otrora desdichado, fuera ya de su cuerpo la hiena que tanto se le había reído en las barbas.

Lo habían encontrado, empero, en una extraña situación. Se diría que afligido, al menos en apariencia. Indudablemente proporcionaba un espectáculo al aire libre a los viandantes. Hincado de rodillas en la acera, frente al escaparate de una tienda de moda, CONFECCIONES Y SASTRERÍA TIZIANO, rezaba sin cesar. Luego de varias horas, se levantaba y se iba. Al día siguiente repetía la misma operación. La verdad es que, sin pretenderlo, promocionaba el negocio. Nunca se había visto nada parecido en aquella ciudad del noroeste de la Península, de la que eran originarios sus bisabuelos, de alta alcurnia según él. Tanta era la duración de sus sesiones en la incómoda postura que los vecinos, en un gesto de piedad infinita, le dejaron un reclinatorio. Y como la lluvia no daba tregua, se organizaron en turnos para sostener un paraguas que le protegiera del agua, pues él no tenía manos más que para juntarlas en la estampa del orante.

Y es que lo había visto por azar tras los cristales, en la sección de ropa para hombre, e inmediatamente había caído fulminado por el rayo de la adoración. Un maniquí que era la imagen clavada de su médico salvador. El primer día rezó hasta que cerraron el establecimiento y apagaron las luces y no pudo apreciar ya más las amadas facciones.

A partir de entonces jamás faltó a su cita. Hiciera frío o calor, lloviera o arreciara el viento, su postración era segura. Nadie se había ocupado de averiguar dónde moraba este devoto, pero cuando la erosión del tiempo acabó por degradarlo a la condición de vagabundo universal ya era posible distinguirlo en los soportales, durmiendo bajo cartones. En uno de ellos aclaraba, con pulcra caligrafía, que no obstante lo rancio de su abolengo en modo alguno se negaba a aceptar dinero, ni tampoco la comida que pudieran adjuntarle.

- ¡Ni la bebida! -hubo quien añadió con sorna.

Con el paso de los días empezaron a tomarle por un chiflado que creía ver lo que le daba la gana en los rostros y le retiraron el paraguas, suerte de palio que le resguardaba algo de las inclemencias. Y una mañana de invierno, corroído totalmente por la humedad relativa del aire, se derrumbó de improviso en pleno acto de su fervor, así se acabaron sus contemplaciones.

Una desgracia ésta a raíz de la cual se reabrió el debate sobre el remedio y la enfermedad, concluyéndose -si bien provisionalmente- que, como quedaba demostrado, muchas veces era peor el remedio, pues más le habría valido a este hombre continuar con hipo el resto de su existencia que la cruel muerte que le había sido administrada.

Se adoptaría además, a consecuencia del nefasto desenlace, la costumbre de borrarles la cara a los maniquíes para que, resultando irreconocibles, no pudieran arrastrar a nadie a pasiones fatales. En ese afán preventivo se ha llegado incluso a descabezarlos por completo, cortando así por lo sano.