"A la espera" de Daniela Montserrat Olivares Solórzano

28.10.2021

Una fuerte punzada emergió desde el centro de su cabeza y fue como un relámpago que le devolvió la consciencia de sus sentidos, de su cuerpo, de su ser. La movilidad escasa le permitió palpar con la yema de los dedos la superficie en la que yacía; percibió el rígido cemento, que le raspaba la piel. Antes de tratar de esforzarse por separar sus párpados, un miedo profundo lo invadió. Cuando sus ojos quedaron al descubierto, una mancha oscura nubló la imagen delante de él, apenas y logró discernir las siluetas. Poco a poco aquellas sombras adquirieron consistencia y supo que unas hablaban entre sí, iban y venían; pedían auxilio. Aunque la mayoría parecía estática, sin quitarle la vista de encima.

- Necesitamos una ambulancia lo más pronto posible... Por supuesto, la dirección... -dijo una voz que su campo visual no ubicó.

- ¡Estoy aquí! -gritó para sus adentros. Una lágrima de impotencia se desplazó lentamente por los pliegues de su rostro marchito y se perdió en el sucio cabello gris. Su cuerpo entumecido le hacía difícil levantarse del suelo, cada intento le resultaba más agotador y le proporcionaba menor control de sus músculos. Una mujer que pretendía esconder su expresión horrorizada se aproximó hacia él y se dispuso a tranquilizarlo. Pero si algo había aprendido después de tantos crepúsculos, era descifrar a quien se le pusiera enfrente.

- No, no se levante- y mientras hacía ademanes con sus manos, continuó- quédese quieto, cualquier esfuerzo por ahora podría provocarle mal, debe procurar su bienestar. Los médicos ya vienen y ellos se encargarán de todo.

No había nada que pudiera hacer, la mujer tenía razón, no valía la pena el sufrimiento físico extra. Volvió a cerrar los ojos, suspiró y su torso se contrajo de dolor. Era inútil, estaba exhausto.

Recordó la calidez de la mano que lo conducía hasta una pila de cubos de madera para construir esos mundos de telarañas que lo envolvían a pesar de que siempre erraba su existencia. Pensó después en cómo esa mano había estado sujeta a un cuerpecillo frágil, de pasos ligeros que se escurrían en las habitaciones; y cuyo espíritu no se inmutaba con el pasar de los años. Lo esperaba para la cena, él le prometió probar la famosa sopa de caramelo y verduras que de seguro tardaría toda la tarde en preparar en la cazuelita color esmeralda.

Cuando volvió a despertar ya se encontraba en una pequeña pieza blanca, con otros dos huéspedes que se daban el lujo de alimentarse de sueños. Una enfermera que estaba de rutina se percató del hecho y se propuso animarlo, no sin antes darle la bienvenida. Y una vez más, el semblante le confirmaba lo que todavía no escuchaba: que la recuperación estaba siendo exitosa. Le comentó que muy pronto podría retomar el dominio de sus extremidades. Él mostró su gratitud con una leve sonrisa que parecía más una mueca aflictiva.

Todos los días se comportaba con diligencia frente a su cuidadora, y ésta, cuando consideró prudente lo incitó a ensayar caminatas; primero hasta la puerta del cuarto, y posteriormente fuera de él.
Ya en su exploración al pasillo, descubrió que uno de los extremos daba a un balconcito. Al acercarse, la brisa le acarició las mejillas. La escena pintaba perfecto para un día de campo, la cazuelita resaltaría como una joya extraviada en el pasto con ese sol tan radiante. -Ya puedo volver -afirmó. Como pudo se sentó sobre el barandal a contemplar unos minutos más la inmensidad.

Vio de nuevo los piecitos divertidos recorriendo la casa. Quiso ver más todavía, pero al ascender, sus ojos desenfocaban el vestido de encaje, ¿o era tejido?, ¿color hueso o salmón? Otro poco y los cabellos no estaban. Frente a él se encontraba un rostro que ya no le pertenecía y que sus memorias no podían evocar. Entonces, haciendo homenaje a sus brinquitos enérgicos, preparó sus piernas para dejarse llevar por el viento.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)