"¡Hasta la cima!" de Paz Larrumbide Moreno

08.11.2020

Una tras otra, se agolpan ante mis ojos las imágenes de tantas noches sentada al borde de tu cama mientras escuchabas tu cuento favorito. Oigo tu voz infantil, tan dulce, tan real, tan grabada en mi interior, pidiendo que te explicara con detalle lo que veía al sobrevolar las casas: a unos niños tan asustados como yo, a otros dormidos, a los hijos del cabrero llorando porque tenían hambre, los pequeños de Tomás, solos como siempre, porque él pasaba semanas en el monte sin ir a casa y su madre iba a la fábrica a coser los sacos de carbón y, también, a Miguelito, ahora don Miguel, llorando porque tenía frío en aquella casa tan húmeda que parecía que las paredes lloraran, y a Rosamari escondida bajo la cama porque su padre había llegado otra vez borracho y gritando... Me escuchabas embobada porque los conocías adultos, pero te los imaginabas de niños.

Te contaba cómo, cuando el miedo se apoderaba de mí, yo me paralizaba. No podía mover un solo músculo. Y de pronto, guiadas por una fuerza incontrolable, mis piernas se empezaban a mover. No sabía qué pasaba, pero cada vez iba más rápido. No podía dejar de correr, sabía que me perseguía. Lo sentía detrás, a punto de atraparme. Notaba el aire contra mi cara, el miedo en la espalda, el vello erizado en la nuca y un escalofrío recorriéndome el cuerpo. Ya casi estaba, casi había llegado. Veía la puerta. Extendía la mano. Tenía la certeza de que al alcanzar el pomo estaría a salvo. Y cuando estaba a punto de lograrlo... algo pasaba. Siempre.
La puerta empezaba a alejarse y el suelo a temblar bajo mis pies. De repente, el crujido ensordecedor de la tierra anunciando un enorme foso, atascaba un grito de impotencia en mi garganta. Desesperada, daba un gran salto. Al sentir que el suelo se alejaba yo empezaba a agitar los brazos, muy deprisa para no caerme, como si nadara en el río. Tan fuerte y tan rápido los movía que sentía al viento transportándome a gran velocidad.

¡Sí!

¡Volaba!

¡Volaba como una paloma!

Una fuerza misteriosa me hacía avanzar por el aire y huir de todos los peligros a la velocidad que mandaran mis brazos en movimientos perfectamente controlados. Y entonces me sentía omnipotente viendo el pueblo desde las alturas. A mí no me veía nadie porque estaban haciendo cosas importantes sin subir la mirada hacia arriba. Pero yo sí los veía bajo sus techos de cristal. Así, volando, llegaba hasta la Peña de San Andrés y desde su cima observaba en la distancia.

Tú escuchabas sin pestañear mientras te explicaba cómo, desde la distancia, los problemas se hacían cada vez más pequeños e insignificantes y se alejaban para volver enseguida en forma de regalos: la comida rica de tía Adela, el beso de papá cuando volvía del trabajo por la noche todavía oliendo a humo y sudor, las caricias de mamá ásperas de tanto fregar, pero tan suaves para mí, una goitibera veloz para ganar a todos bajando la cuesta, el cuento de Pulgarcito con los dibujos que tanto me gustaban...

Y ya con la imaginación agotada te decía: Cuando tengas miedo, mi niña ¡vuela! Vuela hasta la cima de la Peña y verás que, desde lejos, se ven las cosas diferentes, y a la vuelta serás más fuerte y más sabia, y no habrá miedo al que no venzas. Me entristecía decepcionarte cuando inocentemente preguntabas: "Mami, ¿me prestas tu sueño?".

Ninguna de las dos sabíamos que, para que tú volaras, yo tendría que desaparecer. Hoy, desde la cumbre donde me encuentro, mucho más alta que nuestra Peña, te regalo mi sueño. Ahora ¡emprende tu vuelo!

Imagen: "Dies irae". Óleo de Dino Vall