"Yellow" de Juan Bohigues Fernández

30.10.2020

El otro día llegaba a mi casa cansado, con los gemelos y muslos hinchados, la planta de los pies agujereada y con unos zapatos baratos y me fijé en un grupo de vecinos del barrio que estaban volcando un contenedor de Carrefour.

Mujeres árabes con velo llevando bolsas de plástico. Un senegalés introduciéndose en el contenedor y removiendo los desperdicios. Carne podrida, huevos rotos, lecha agria.

El vecino surafricano se metió dentro del contenedor, se sumergió, desapareció en su interior mientras los taxistas fumaban sus pitillos.

Miro a ese chico africano que se podría llamar Pita, Muusa o Yalo llenándose la ropa de lechugas negras, manchas de harina, resto de tomate por sus hombros. Escogiendo aquél tipo de comida que todavía puede salvarse, sin pensar en su dignidad, sin analizar lo que está haciendo, sólo saciando su hambre. El contenedor tiene un lateral apoyado en el suelo, de la oscuridad de la calle Tribulete siguen llegando más huéspedes con bolsas de plástico, incluso algunos compiten por el puesto de meterse en el contenedor. Hay un pequeño forcejeo por un paquete de pollo caducado.

De una esquina del contenedor cae un chorro de líquido amarillo procedente de yemas podridas. Ese afluente viscoso mancha de color amarillo la superficie de los adoquines, zigzaguea entre la calle y desploma sus aromas entre las rendijas de una alcantarilla.

Mientras me coges de la mano, pienso en el melanoma que le come la carne a mi madre, en la mitosis de sus células, cómo no pueden defenderse las células buenas del brutal ataque traidor de las cancerígenas. Soy testigo de la aparición de sus ulceraciones y del diagnóstico expresado en voz baja por la cirujana, diciéndome "El pronóstico no es bueno".

Mientras me coges de la mano salimos del metro Sevilla subiendo por unas escaleras, y descubrimos varios coches de antidisturbios con las portezuelas traseras abiertas.

Seguimos rumbo a nuestro hogar, mientras en la calle Príncipe un contenedor está ardiendo y los bomberos en huelga se niegan a apagarlo.

Una vez llegamos a Lavapiés, subimos por nuestra calle Olivar. Entre la cafetería Olivar 54 y el portal de la calle de enfrente, hay un agujero en la calle, un hueco sin adoquines. Nos paramos a contemplar un chorro de pintura amarilla que sale de su interior, burbujeante, no caliente, formando grumos. Una tubería perforada de un río de pintura amarilla.

Nos echamos a un lado para no ser salpicados. El caudal de pintura sigue aumentando, encharcando la calle en todas direcciones. Seguimos hacia nuestra casa sin preocuparnos.

Dos semanas antes pintaron nuestra casa, de un color amarillo térrico, amarillo Van Gogh y sobraron un par de botes de pintura.

Un domingo por la mañana mientras Eugenia está abriendo el quiosco, justo al lado de un parque infantil, y acompañado por esos dos botes me sitúo en el centro de la plaza. Lentamente retiro las tapas de los bordes y el interior del líquido lo dejo caer desde la parte superior de mi cabeza, hasta cubrir todo mi cuerpo. Mi rostro empieza a desaparecer, ya no tengo rasgos faciales, el color grisáceo de mis ojos se vuelve amarillo. Sigo volcando el interior de los botes hasta convertirme en una masa uniforme color amarillo. Mi ropa se funde con mi carne formando una única capa, el pelo se disuelve con mi piel, el anillo de casado desaparece, las extremidades inferiores empiezan a ceder.

Hago un último esfuerzo hasta que se quiebran las rodillas y vierto los restos del líquido amarillo sobre mi cuerpo que empieza a desintegrarse.

Mis ojos han desaparecido... y mi boca. Caigo de costado. Noto como mi carne se funde con la pintura, como mi piel absorbe los zapatos, como se van fundiendo mis piernas con mis brazos. No me queda tiempo, lo entiendo, lo último en quebrarse es la columna y la cabeza. Como un ninot de falla, mi cabeza chapotea en un charco amarillo. Me estoy disolviendo, y con ellos mis pensamientos, y mis ideas. Ahora que nos cambiábamos de piso, ahora que queríamos tener un hijo.

El líquido amarillento realiza un descenso hacia la calle Valencia.

El quiosco vende sus periódicos.

El líquido amarillento se va secando.