"Vivo retrato", de Paulina Sánchez Garzón

04.04.2019

¿Me estaré volviendo loco? Fue el pensamiento que vino a mi cabeza la primera vez que vi aquello.

Para completar la raquítica beca de mis estudios de Bellas Artes, trabajo como vigilante nocturno del Museo del Prado los fines de semana.

Mi labor es sencilla, recorrer las salas de la pinacoteca, comprobando que todo está en orden, y fichar en los relojes situados en determinados puntos a unas horas fijadas.

Somos varios los vigilantes y cada uno tenemos unas salas asignadas. Aún así, al terminar mi turno, he caminado varios kilómetros porque, como sabe y ha sufrido cualquier visitante, el museo es muy extenso.

He tenido suerte. En mi recorrido están varias de mis obras preferidas y suelo permanecer algunos minutos delante de ellas, contemplándolas en soledad y silencio. Un privilegio que pocas personas disfrutan.

La noche del suceso, llamémoslo así, entré en la sala que alberga el Autorretrato de Alberto Durero. Ese cuadro magnífico en el que el pintor se ha retratado como un caballero, con las manos con las que trabajaba cubiertas con finos guantes de cabritilla grises, propios de un alto status social, para elevarse de artesano a artista.

Me estaba acercando al cuadro, disfrutando anticipadamente con su imagen conocida, cuando vi que algo no cuadraba.

En su lado derecho, a través de la ventana, se apreciaba el paisaje con los montes redondeados recortándose sobre las nubes y las olas de blanca espuma llegando a la playa.

Pero la figura del caballero no estaba. Así de simple. Comprenderán por qué dudé de mi cordura. Cerré los ojos confiando en que al abrirlos todo estuviera en su sitio, pero no fue así.

El tiempo transcurría y yo debía continuar mi ronda. No podía denunciar el robo del cuadro porque este se encontraba colgado en su sitio. No sabía qué hacer y opté por ignorar lo que veía y seguir mi rutina.

La noche fue muy larga, inspeccionaba todos los cuadros comprobando que estaban completos. Al terminar mi turno, a las 7 de la mañana, no pude resistirme a volver a la sala del Autorretrato y allí estaba de nuevo, como siempre, el caballero.

Con sus ojos claros, de mirada inteligente, sus largos cabellos rubios y rizados de los que destacaban algunas hebras doradas, su barba no muy tupida enmarcando el fino trazo de su boca.

La semana siguiente estuve muy ocupado preparando una exposición colectiva en la que participaba y no dediqué mucho tiempo a pensar en lo sucedido en el museo.

Sin embargo reconozco que me invadió el nerviosismo la noche del viernes cuando empecé mi turno. Sin motivo, porque todo estuvo en orden.

Pero la noche del sábado volvió a suceder. El pintor del retrato había desaparecido. Se repetían los acontecimientos de la semana pasada y yo, asustado, continuaba mi ronda sin atreverme a comentarlo con nadie.

De madrugada, en la pausa que hacíamos para el café, puse una excusa y me acerqué de nuevo a la sala.

Estaba llegando a ella cuando oí unos pasos presurosos. Oculto tras el banco central, que tanto consuelo presta a los turistas fatigados, observé como el caballero atravesaba la sala con paso vacilante mientras se ponía el gorro de rayas blancas y negras y colocaba cuidadosamente la borla en el sitio adecuado.

Se situó en el cuadro en la posición tantas veces señalada mientras posaba y ajustó el cordón de seda azul y blanco que sujeta la capa parda.

Salí de mi escondite y me situé frente al cuadro. Había un penetrante olor a maría.

¿Me estaba volviendo loco o el caballero regresaba de una noche de juerga?

Presenté mi renuncia al día siguiente.