"Viento" de Encarnación Narváez Ruiz

11.11.2020

Una gran masa de nubes grises y negras oscurece el atardecer preparando la tormenta. El cielo se funde con el mar y el horizonte desaparece. Las crestas de espuma rugen apasionadamente y se dirigen amenazantes hacia el paseo marítimo, donde rompen las olas, desbordando la playa e invadiendo la ciudad.

La muchacha contempla, hipnotizada, el panorama, resguardada tras los ventanales del restaurante. Con ese tiempo no hay clientes y los camareros y cocineros hace rato que se han marchado. Ella acaba de cerrar la caja y está a punto de salir, pero intuye el peligro y opta por esperar.

No había experimentado una marea así desde niña, cuando un temporal se convertía en una aventura y en un motivo de diversión y de curiosidad. Su infancia había transcurrido en la playa y las tempestades siempre la habían fascinado por el dramatismo y la belleza que contenían. Pero últimamente el viento la aterra, teme su furia, su fuerza, su poder sobre los objetos y sobre las mentes. Y ahora el frío vendaval del norte silba con intensidad. Ese sonido se hace cada vez más intenso, más cercano, más inquietante. Los cristales empiezan a vibrar, el aire quiere entrar a toda costa. Entonces lo ve, está golpeando el ventanal con fuerza. Tiene esa mirada y esa sonrisa que tan bien conoce y que le producen pavor.
Todo empezó, como una brisa ligera, la primavera anterior. Estaba leyendo en la alameda, frente a la bahía, cuando se le acercó con una pudorosa sonrisa. Le resultó incómodo que la abordara de esa forma, pero le atrajo su ternura y timidez. Parecía tan desvalido, tan necesitado de atención, que experimentó un impulso inmediato de protegerlo.

Sin embargo, pronto comprendió que aquel supuesto desamparo ocultaba un fondo oscuro y turbio y el aire se tornó tan pesado y denso que no la dejaba respirar.

Después de algunos paseos llenos de silencios compartidos, de incertidumbres y dudas, decidió alejarse, romper.

La ruptura no pareció especialmente traumática. Cuando le comunicó sus intenciones, él no dijo nada, pero su mirada huidiza y gélida y su sonrisa entre triste e irónica, le produjeron escalofríos y deseos de huir. Aquella noche de verano hacía calor, un calor pegajoso, acompañado de un levante enloquecido y enloquecedor que la siguió mientras corría hasta casa, prolongando y agudizando el temor de la despedida.

Al día siguiente empezaron las llamadas y, aunque al principio se mostraba comprensivo y amable, pronto la situación se transformó en pesadilla. Primero la acosaba verbalmente, a base de ruegos, de lamentos, después vinieron los insultos, las amenazas y las persecuciones. El miedo se instaló en su vida. Hasta que una mañana de otoño en la que el poniente hacía volar las palmeras del paseo, una ráfaga la empujó, le impidió salir del portal y la tiró al suelo sin darle tiempo a reaccionar. Inmediatamente se escucharon pasos en la escalera y, entonces, liberada, oyó cómo la puerta se cerraba de un golpe. No volvió a saber de él. Por fin, parecía haber llegado la calma.

Sin embargo, en esta tempestuosa tarde de enero, descubre, horrorizada, que está allí, detrás de los cristales, silbando