"Vidas que importan" de Lina Andrea Preciado Cano

08.10.2021

Lo mío es un acto de redención con el mundo: me gusta rescatar caracoles. Soy incapaz de pasar por una calle, pisar alguno sin querer y acabar con su vida. Me parece una acción despiadada, incluso atroz. Las personas van por el mundo, caminando felices o tristes bajo la lluvia, contemplando la nada, sin fijarse que ahí abajo hay criaturas. De repente, perdidos en medio de sus pensamientos, escuchan el sonido horrendo del fragmentarse en mil pedazos bajo la suela de sus zapatos. El crujido retumba en sus oídos y piensan «aplasté un caracol», para luego seguir como si nada.

Por este motivo, mi misión es muy importante, pero incomprendida. Desde niña, mi madre, enternecida y, a la vez, un poco asqueada, veía cómo me agachaba cada tanto a ayudar a los caracoles a pasar "al otro lado". No precisamente que fuera una médium del mundo animal, pero sí cooperaba a que siguieran su camino, ayudándolos a pasar -literalmente- a la otra acera, a través del jardín o, incluso, la calle. Sí, ellos también cruzan las calles. La diferencia es que una familia de patos causa ternura y todo el mundo se detiene para cederles el paso, a un caracol no. La injusticia humana hace que me llene de motivos y me dé más fortaleza para llevar a cabo mi papel de Madre Teresa de los Caracoles.

A medida que fui creciendo, esta necesidad de volverme la Amélie de los moluscos de jardín aumentó tanto, así como el deseo de la protagonista de esta película de hacer el bien. De esta forma es como mi ambición de hacer algo por la humanidad, de poner mi granito de arena, ha llegado tan lejos. ¡Los pobres caracoles no tienen a nadie! Aunque, quizás, haya muchos de nosotros, héroes sin capa, que ayudamos a luchar contra su extinción. Incluso, debe haber una logia secreta denominada 'Defensores Anónimos de Caracoles', a la cual pertenecería sin pensarlo mucho, incluso si tuviera que pagar una membresía vitalicia. Ciertamente, valdría la pena.

Mi esposo sabe que, si tenemos un compromiso y empieza a llover, debemos salir una hora antes. No para llegar a tiempo, sino para detenerme en el camino las veces necesarias y cumplir con mi misión. Para su infortunio, vivimos en un vecindario rodeado de jardines, así que, muy comprensivo, me cubre con el paraguas, mientras muevo los caracoles de un lado a otro. Él, sin dejar de mirar el reloj, me dice que la semana que viene, me sacará una cita con el sicólogo para que le cuente de mi "acto de redención". Nuevamente, una tarea muy incomprendida.

Alguna vez tuve la oportunidad de ir a París y fui invitada a un pequeño restaurante donde el plato del día eran las ancas de rana. Desde el colegio, he sentido una lástima infinita por los batracios y lo mío sí que fue valentía al comer tan afamado platillo. Aquella culinaria situación no se compara a cuando mi esposo decidió pedir mi mano. Hizo reservaciones en un romántico restaurante de cinco estrellas Michelin llamado Le Petit Escargot. La entrada: caracoles en mantequilla. El terrible dilema en el cual me encontré al verlos nadando en su salsa: comerme tan aclamado festín o salir corriendo despavorida, con plato y todo, a darles un entierro decente. Aún sigo sintiendo el peso del remordimiento porque estaban deliciosos. Todos los héroes tenemos nuestro talón de Aquiles. Le agradezco a mi esposo que no se le hubiera ocurrido poner el anillo de compromiso dentro de una de las conchas. Seguramente me hubiera negado a aceptarlo en matrimonio.

Ahora que lo pienso, pese a la culposa y, a su vez, deliciosa experiencia de mi paladar, siento que no debo desfallecer en los intentos por salvar a tantos como pueda. Crearé un movimiento destinado a hallar a esos valientes que ayudan a protegerlos. Tal como mi esposo, tratando de conseguirme una cita con el sicólogo, algún día saltaré de lleno en la virtualidad y fundaré un movimiento llamado #loscaracolesimportan. Entonces podré encontrar a todos aquellos que, como yo, aportamos nuestra cuota para hacer de este mundo un lugar mejor, al menos para los caracoles.

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Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)