"Veranos", de Carmela Calvín Gete

04.06.2019

En un descuido de los mayores, que cabeceaban en las poltronas del jardín adormecidos por el calor, aproveché una vez más para encaramarme a la alacena y robar la fruta prohibida. Con apenas cinco años, estaba dispuesta a arriesgarlo casi todo por un racimo de uvas que llevarme a la boca. Todavía hoy me pregunto por qué extraña razón no me dejaban comerlas. 

Todos los veranos nuestros abuelos alquilaban en un pueblo de la sierra una casona que estaba en la calle Calvario, cuyo nombre presagiaba algunos de los sinsabores que nos esperaban cuando nuestros padres nos abandonaban en ella. 

El grupo de adultos del que dependíamos a partir de ese momento estaba compuesto por nuestros abuelos y una tía soltera que, embutida en su sempiterno traje negro, nos vigilaba de cerca.

Los calores del verano nos sumergían a unos y a otros en dos mundos antagónicos obligados a entenderse. Estábamos unidos por lazos de sangre pero nos separaban siglos de distancia. Los mayores se habían quedado anclados en el pasado y los pequeños y no tan pequeños queríamos ser libres a toda costa. Mayo del 68 no tardaría en llegar. El mundo había cambiado y nosotros lo sabíamos. 

Año tras año comenzamos a urdir todo tipo de tácticas para eludir el absurdo que nos rodeaba. Solo queríamos ser como los demás chavales de nuestra edad, así que la única manera de salir adelante era mantenerse en una insumisión callada y pertinaz. 

Cuando oíamos acercarse el inconfundible sonido de la Vespa del practicante, al que temíamos por razones obvias, o si el cura venía de visita para obsequiarnos con una de sus peroratas, a la menor ocasiÓn nos escapábamos por la puerta trasera de la casona. Sin embargo, estas huídas entrañaban el riesgo de que fuéramos apedreados por el vecino de enfrente, un chico que no podía ni ver a los veraneantes (sobre todos a los raros como nosotros, que nos vestían como si fuéramos de otra época. Los chicos, con pantalones bombachos y calcetines largos hasta las rodillas para las ocasiones importantes, y las chicas, siempre con calcetines aunque estuviéramos a cuarenta grados a la sombra).

Teníamos en ese mismo pueblo unos familiares adinerados que nos invitaban a las fiestas que daban. Mis abuelos y mi tía se empeñaban en que acudiera vestida con trajes de blonda que confeccionaban para mí en cada ocasión. Yo odiaba ese atuendo, las chicas de mi edad no iban vestidas así, e indefectiblemente me las apañaba para regresar de cada celebración con el vestido destrozado. Terminé con toda la blonda de la familia y con su paciencia. 

También gozábamos de treguas luminosas en las que éramos absolutamente felices. Los chapoteos en la alberca cercana al arroyo, el ruido de los chopos meciéndose con el viento y el calor del sol cuando descansábamos de nuestros juegos acuáticos. 

Pero si guardo algún recuerdo imborrable de aquellos veranos es el día que al oír el ruido de la cancela al abrirse miré a ver quién podría ser y lo vi entrar. Venía en busca de uno de mis hermanos para ir a dar un paseo por el pueblo, que estaba en ferias. Poco a poco, sus visitas se hicieron cada vez más frecuentes bajo cualquier disculpa que pudiera encubrir nuestras verdaderas intenciones. Nunca he olvidado el vértigo que sentía cuando él me besaba a escondidas. Jamás he vuelto a experimentar nada comparable. 

Fue mi primer amor y mi último verano en la vieja casona, que cincuenta años después aún se mantiene erguida.