"Una de piratas" de Miguel Ángel Moreno Cañizares

La vida del marino es dura, la más de las veces injustamente dura incluso para los tiempos actuales en los que los modernos avances tecnológicos te facilitan la navegación. Lejos quedan las largas y penosas travesías por la mar océano. Sea como fuere, las andanzas de marinos, entre los que me incluyo, dan para argumentos de películas, películas que suelen atraer a numerosos espectadores. Así que aquí me tienen, en el despacho de un reconocido productor que quiere comprarme el guion de la 'mía existencia' para su próximo proyecto. Mientras llega -me han dicho que aguarde en una sala decorada con carteles cinematográficos, lo que aumenta mi inquietud-, revivo uno de los episodios de más acción en primera persona. Me sitúo rumbo a las islas Seychelles, una mañana de marzo, enrolado entre una tripulación cosmopolita. Tipos desarraigados, atraídos por una retribución escasa, a los que compensaba el peligro por haberse enrolados en decenas de viajes. Tipos de piel arrugada y manos encallecidas que sabían a lo que se arriesgaban. Desde que zarpamos sospeché que me aguardaba una aventura, pero no que la hubiera suscrito el mismísimo Jack London.
El capitán, un viejo lobo de mar con voz trabada, nos arengó con un discurso autoritario antes de arrancar los motores. "Señores, están ustedes en el atunero más famoso de la mar océana. Y quiero los mejores cardúmenes que hayan capturado en su puta vida". En silencio sepulcral, le miramos con caras de incredulidad y desprecio. La fosca nos acompañó durante varios días, una niebla que incrementaba el nerviosismo entre los miembros del barco. Algo en el ambiente anunciaba problemas. Para preservarnos de los piratas, la compañía propietaria había contratado a dos vigilantes de seguridad. Dos gorilas de aspecto sombrío, curtidos en anteriores batallas navales. Mercenarios, en definitiva, que debían protegernos durante las siguientes semanas de los saqueadores que asaltan barcos en alta mar para apropiarse de la mercancía transportada y exigir un alto rescate por sus víctimas a los gobiernos occidentales.
Un golpe seco me dejó postrado sobre la cubierta. De pie, a un palmo, el 'segurata' me observaba sin pronunciar palabra, pateándome de vez en cuando en el costado. Su compañero, desde la zona de proa, hacía gestos de disconformidad. Nadie sabía la falta cometida para merecer tal paliza. Varias jornadas me costó reparar las múltiples contusiones. Me dolía todo el cuerpo, pero el ansia de revancha alimentó mi espíritu. La idea de un motín contra el viejo lobo de mar que sólo existía en su imaginación creció en aquel fulano de casi dos metros hasta obsesionarle. Es increíble la cantidad de estupideces que podemos cometer cuando se nos va la olla a medida que se acumulan las jornadas de navegación.
Aquella mañana de abril, mientras calábamos las redes para una dura faena a bastantes millas de Puerto Victoria, el sujeto recorrió el entrepuente una y otra vez, ametralladora en alto, amenazando a gritos a los cuatro vientos. Presas del pánico, corrimos a escondernos como comadrejas en los camarotes. ¿Qué otra cosa se podía hacer? A punto de encontrar cobijo, el instinto me hizo girar la cabeza. Entonces le vi. Me miraba con la frialdad de un cirujano experimentado a punto de comenzar un trasplante de corazón. Al instante se produjo el suceso inesperado. El tipo descargó una ráfaga de fuego sobre su compañero, que cayó fulminado mientras la sangre comenzaba a regar la cubierta. Sin más, se dirigió a estribor, aguardó unos instantes eternos y se voló la tapa de los sesos. Cayó al mar y se hundió.
Falta el final, pero en ese momento aparece el productor, que me saluda cordialmente y me estrecha la mano. Ahora toca negociar. Sus primeras palabras son decepcionantes. Dice que no ve a Tom Hanks en el papel de capitán del mercante. Mal empezamos.
••••••••••
Imagen: Obra del pintor Ciro Marra (Roma / Barcelona)