"Un tren lejos del Fuji" de Ryeo Gi Hye

24.07.2021

Si cierras los ojos puedes escuchar el murmullo del tren, tan calmo, tan homogéneo. Es como el ronroneo de un gato en calma cuando pasas tus dedos por su espalda, sintiendo su piel a través de su pelo, y cuando lo escuchas y sientes en el fondo, sabe a primavera recién llegada. Da la impresión de que los cerezos ni siquiera han iniciado su caída.

Esa tarde de marzo, la habitación me permitía sentir el calor intenso en todo su esplendor a pesar de tener la ventana abierta y el ventilador prendido. Era un calor sofocante que hacía que beber el agua helada de la botella de la nevera fuera insuficiente. Y comer helado sin parar no era una opción. Ya no había helado.

Fuera hacía aún más calor. ¿Por qué? Vivir en una caja era menos desagradable que vivir bajo aquel clima. Quise ser un gato, ¿Qué más daba ya? Paseaban por las calles y los techos acercándose a alguna ventana, tomaban la vida a la ligera y no pensaban en nada.

La vida en la ciudad para mí no siempre fue así, alguna vez pude sentir la vibración de cada calle, persona y sonido. Pude escuchar los colores en todo su esplendor. Pero la pérdida cambia mucho la perspectiva de la vida y las sensaciones las desaparece en su totalidad. Ahora ya no había color, todo era gris, sin sonido. Lo único que podía disfrutar aún era el tren ronroneante llegando a la ciudad y verlo marchar de nuevo en sus horarios, lleno de gente bajo un cielo despejado. A veces con un cielo cubierto de ligeras nubes blancas o unas grises que traían consigo una lluvia que desplegaba un catálogo de bonitos paraguas.

Pero desde la muerte de Yuu para ser exacta, los días no cambiaban. Su cuerpo en el suelo y la gente en medio de la calle observando aún están en mi memoria.

Hay un momento del día que aún ahora me parece mágico. Justo después de que sale el sol por la mañana y la vida comienza en el ajetreado Japón, la luz da ligeramente en el suelo, baña los árboles y el aire es fresco. Es un aire diferente que te sabe a nuevo.

Él siempre se detenía debajo de la luz del amanecer, respiraba dos veces y me tendía la mano para que subiera con él a una banca de madera del parque.

"Vive Haru, seguimos vivos." Siempre era la misma frase, y realmente nunca le tomé sentido. Ni siquiera ahora.

- ¿Alguna vez deseaste algo con fuerza, Haru? - sus manos estaban entrelazadas con las mías, cubriéndome del frío.

- Probablemente. No lo recuerdo. - ¿Había deseado algo con tanta fuerza? Nada tenía para mí el interés suficiente como para desearlo.

- Yo siempre he querido subir el Fuji. ¿No sería hermoso?

- ¿Qué cosa?

- Tú y yo, en la cima, con el sol sobre nuestros ojos y la ciudad a nuestros pies.

- Seguramente sí. Lo sería. Pero entonces seríamos conscientes de nuestra insignificancia.

- Eso no tendría sentido. Habríamos hecho algo grande.

- No dejaríamos de ser hormigas, Yuu-, bajó de la banca y me sonrió.

De pie a las afueras del palacio imperial, el mundo me parecía ajeno y extraño. Como si yo ya no perteneciera a ninguna parte, como si mi existencia no fuera nada más allá de polvo mezclado con transparencia. Todos seguían avanzando, tirando de las cuerdas, pero yo iba en cámara lenta. A duras penas entendía qué sucedía en el mundo y por más que corriera, me quedaba atrás. Seguía atascada en un recuerdo que no me llevaría a ninguna parte, era una celda temporal en aquel marzo, cuando el mundo entero se paralizó por algún motivo aterrador.

Después del funeral en Kakunodate, lo buscaba en todos lados; a veces creía verlo en la distancia, pero no era más que una ilusión. A veces usaba su ropa para sentirlo cerca o dormía en su cama.
Y así, después de horas, me descubrí de nuevo en una cafetería de servilletas cafés y rugosas, sin saber cómo había llegado ahí y sin haber amado a Yuu más que por costumbre.