"Un héroe", de Manuel Vidal Vicente

24.05.2019

El disgusto a mis padres desde luego se lo di. Mama lloró sin parar hasta el día que partimos y supongo que luego ha seguido. Mi padre, excombatiente de la guerra, tuvo que tragarse las lágrimas y reventar por dentro tras ver como un hijo suyo se alistaba a una operación que, hasta ese momento, él había loado como la más gloriosa de las acciones. Pero el motivo no fue ese.

Rosario Michavila en la calle Alcalá, tan hermosa, con su flequillo moreno un poco despeinado cayéndole sobre los ojos, la camisa azul y el cinturón ancho de hombre ciñéndole el talle, marcando aquellos dos festivos pechos, excitada y un poco sudorosa, gritando con el brazo en alto ¡Rusia es culpable!

Se acercó a saludarnos y Evelio Infante le dijo: «Yo voy a ir» y ella, con los ojos húmedos, le abrazó y besó en la mejilla diciendo: «Dios te bendiga» y yo, que sí, que era del S.E.U, como todos, pero hasta unas horas antes no había pensado ni ir a la concentración de Callao, añadí: «Allí estaremos todos». Y ella se me acercó, llorando ya a lagrima viva, y tomando mi cabeza por detrás la apoyó en su hombro y me quedé así unos segundos, rígido de placer, como se debe estar en el cielo, aspirando aquel aroma y esperando para mí un beso que no llegó.

A Evelio no lo he visto por aquí. Me han confirmado que no se alistó.

Cinco meses después, la batalla por la toma de Leningrado se ha cobrado ya la vida de más de la mitad de los estudiantes que nos apuntamos. He visto cosas horribles. Es cuestión de días, tal vez de horas, que todo acabe para los que quedamos. A treinta grados bajo cero, sometidos a un bombardeo que no cesa y con los rusos arrojándose rabiosos sobre nuestras posiciones, no soy capaz de recordar qué era aquello tan hermoso que había en Rosarito.