"Un futuro no tan improbable", de María Sanz Casado

07.06.2019

Intento con suma dificultad abrir los ojos pues me escuecen como si me los hubiera enjuagado con ácido. Cuando lo consigo analizo mi alrededor. Estoy tirada en un montón de escombros que tan solo hace unos instantes era un edificio abandonado y cochambroso pero erguido después de todo. 

Por radio nos habían dado luz verde a trasladar el campamento, pero no deben haber conseguido rastrear a los aviones enemigos que han descargado numerosas bombas sobre esta ciudad que antaño fue una de las más bellas y visitadas. Me incorporo rápidamente. No por un arrebato de valentía y espíritu de lucha. Más bien por necesidad de expulsar ese nudo en la garganta que sale como escupitajos de sangre por mi boca. La razón médica es que es debido a la fuerte contaminación y gases nocivos que las actividades humanas han liberado a la atmósfera, el aire ahora es tóxico. Aunque yo me pregunto si no será mi alma que sangra por los crímenes que veo y tengo que cometer.

Desconozco el tiempo que llevo inconsciente pero a juzgar por cómo me duelen los pulmones al respirar, varios días. Caigo en la cuenta de que mi mochila de oxígeno está vacía y por eso, tragar aire se siente como inspirar alfileres.

Unos metros más allá de mí, observo que hay dos figuras tendidas entre las ruinas bañadas en sangre. Me arrastro hasta allí. Ambas son civiles y la pequeña figura es una niña de no más de cuatro años aferrada a un balón de fútbol desinflado, como si se agarrara a la única cosa que le pudiera aportar una infancia en medio de este mundo infernal. Sus ojos, con su iris ahora incoloro, miran hacia el cielo implorando una razón por la cual un ser tan inocente merece tal tormento.
En cambio, el pecho de la figura grande aún sube y baja. Me aproximo con cuidado. El hombre está muy pálido y raquítico. Más de la mitad de una de sus piernas está a unos metros más allá y sus extremidades anteriores están tan aplastadas como una hoja de papel. Sin embargo, sus ojos no se apartan de la niña y parece que esa visión es la real fuente de su agonía y dolor. Cuando llego a él, recuesto su cabeza en mi regazo y él me mira sorprendido. Normal, las mujeres tienen prohibido el mundo exterior.

Desde que hace décadas el calentamiento global se hizo irreversible, en la tierra se alzó el infierno. Todos nos culpamos los unos a los otros y nadie tomó responsabilidades. El mundo entró en guerra por los recursos limitados. Como medidas internacionales, solo los hombres podían luchar mientras que las mujeres se las relegaba a la casa y producir futuros niños que algún día encontrarían soluciones. Por tanto solo los ricos, políticos y mujeres no luchaban. El resto, discapacitados, homosexuales y mujeres no fértiles quedamos relegados a las fábricas o la muerte directa.
Conseguí escaparme y unirme a un pelotón. Los soldados, sorprendidos, no les importó, pues todos dieron por hecho que no aguantaría ni unos días. Ahora soy primer oficial.

El mundo consumido en caos. Hermanos y hermanas luchando entre ellos. Hambre, sed, sangre, fuego, ruinas, muerte... en masa. Leí en una librería abandonada algo llamado Primera y Segunda Guerra Mundial y la verdad es que no era muy diferente a lo que me rodea. Siempre he oído que el ser humano está condenado a repetir la historia y a caer dos veces en la misma piedra. Viendo el hilo de la evolución humana, me pregunto si es que alguna vez nos hemos levantado del suelo.
Vuelvo al momento. El hombre me suplica con la mirada y yo asiento. Le sostengo durante unos instantes y le mezo. Entonces le desencajo el cuello y en un segundo se ha ido, y su sufrimiento con él. 

Oigo a la lejanía a uno de mis compañeros llamando a los supervivientes. Me deslizo por los escombros y me reúno con los que quedamos para continuar.

Los presidentes dicen que luchamos para preservar la humanidad. Miro a mi alrededor pero solo, veo humanos. Ni rastro de humanidad, si es que alguna vez la tuvimos.