"Un día cualquiera", de Mercedes González Rivera

02.06.2019

Y ahí están ellos, con esa mezcla de energía desbordante y pasotismo contestatario; ahí están como todos los días, como casi todos los meses, como todos los cursos... ellos, cada vez más jóvenes, nosotros, cada vez más viejos.

Entro en clase y durante unos segundos me siento como el Licenciado Vidriera. Algunos notan o adivinan mi presencia pero no me lo hacen saber, otros me miran pero no me ven, y alguno (casi siempre es alguna) se atreve a sonreírme con el aire ausente que da la costumbre de hacerlo todos los días.

Necesito paciencia y argucias adquiridas por los años para conseguir que se callen, que me atiendan, que podamos empezar y, mientras les explico cualquier cosa que, de seguro, no le interesa a la mayoría, recuerdo aquel famoso poema de Antonio Machado:

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales...

¿Se sentirán ellos como el poeta?
El timbre indica el final o el principio de algo que no tiene que ser necesariamente diferente a lo que acabo de vivir:

¿Todo es
soledad de soledades,
vanidad de vanidades,
que dijo el Eclesiastés?
Mi paraguas, mi sombrero,
mi gabán... El aguacero
amaina... Vámonos, pues.

Ya en la calle, voy pensando si es verdad que en esta edad son como esponjas que todo lo absorben; quiero creer que algo de lo que les digo cada día empapará sus mentes. No sé...
Y mientras me digo que ojalá sea verdad, me fijo en un niño pequeño que juega en medio de la plaza con andares indecisos y tambaleantes y, de repente, su madre me llama, me reconoce, se alegra de verme..... es una antigua alumna de la que olvidé su nombre y a duras penas reconozco su cara. Me habla de su vida, de ilusiones cumplidas y de otras que quedaron olvidadas en el camino, de su hijo, de sus proyectos. Queda callada unos segundos; quizá piense que ya me habló demasiado de su presente, de su futuro y, deslizando una nostálgica mirada por la fachada del instituto, me dice cuánto se acuerda de esa etapa de su vida vivida en ese viejo edificio, de sus compañeros y de nosotros, los profesores y, sin dejar de sonreír, desgrana sus recuerdos muy despacio como quien no tiene prisa por acabar y sus palabras parecen una fina lluvia que van refrescando mi memoria:

Me habéis llegado al alma,
¿o acaso estabais en el fondo de ella?

Nos despedimos con la satisfacción que proporcionan los pequeños encuentros con los viejos amigos y con la esperanza y buenas intenciones de volver a vernos para revivir ella su pasado, para recordar yo mi futuro.

Cuando llega la noche y casi sin darme cuenta, vuelvo a recordar el encuentro con mi antigua alumna y sé que estos momentos ya los he vivido otras veces, con otros alumnos, en otros lugares y siempre que esto ocurre me siento como me siento ahora: feliz y llena de energía e ilusión para seguir adelante, así que:
Anochece;
el hilo de la bombilla
se enrojece,
luego brilla,
resplandece,
poco más que una cerilla.
Dios sabe dónde andarán
mis gafas..... entre librotes,
revistas y papelotes,
¿quién las encuentra?...... Aquí están.

Libros nuevos. Abro uno (...)