"Un corazón de esperanza", de Justo Rodríguez Tortolero

26.05.2019

Aquel atardecer de primavera transcurría en el parque como otros muchos momentos donde parejas adolescentes aprovechaban el progresivo declive luminoso para entregarse a sus ilusiones de amores prematuros. En uno de sus rincones más apartados se localizaba una estampa relativamente común en este recinto ajardinado; unos enamorados besándose en un banco con una acacia incipiente como testigo. Esa despedida de los jóvenes ya con luz amarillenta de una farola algo distante no sería la de siempre. El muchacho utilizó la llave de casa para dibujar un corazón con las iniciales de ambos en el centro. Su destreza manual y la textura permisible del tronco hicieron fácil la hendidura. Miraron emocionados un buen rato el resultado y, finalmente, dirigieron sus pasos hacia la salida. El guión inicial era repetir la visita al lugar cualquier otro día para proteger el juramento, pero no sabían que eso tardaría mucho en volver a ocurrir.

Las estaciones se fueron sucediendo y el árbol vio pasar a muchas otras parejas en similares circunstancias. Sin embargo, ninguna de ellas eligió su torso para perpetuar sus sentimientos. El proceso natural de cicatrización de la piel de la acacia podría haber sepultado progresivamente el grabado, pero... pasaban los años y el dibujo permanecía igual de visible que el primer día. De hecho, muchos fueron los que lo contemplaron con curiosidad a lo largo del tiempo.

Una tarde, con escenario y condiciones muy parecidas al comienzo de esta historia, la pareja protagonista regresó al mismo lugar y vieron como rodeando su tronco la acacia tenía colgado un letrero que advertía de su inminente tala, unos hongos habían invadido todo su ser, a excepción del corazón. Tras muchos años donde situaciones de vida muy difíciles les separaron, ahora otra vez unidos veían como el árbol que salvaguardó su juramento de amor agonizaba pendiente de la acción de una motosierra. Fueron conscientes de que la suerte estaba echada y que nada ni nadie podría salvar a su árbol de su trágico destino. Abatidos por el anuncio, recordaron algunos pasajes de otros momentos más felices y recrearon con una conversación irrepetible el día que grabaron tanto amor. Decidieron marcharse de allí con tristeza y resignación. Antes, una mirada atrás y un beso apasionado. Una especie de dedicatoria a la preservación del símbolo tatuado durante tanto tiempo en aquel tronco.

Al día siguiente, el hombre ya maduro, con mucho menos pelo y canoso en la supervivencia, quiso fotografiar el árbol antes de su eutanasia involuntaria; quería creer en los milagros. Incluso llegó al parque mucho antes de que este abriese sus puertas al público. Finalmente, un empleado del ayuntamiento giró la cerradura y la verja volvió a chirriar hacia los lados como cada día. Caminó veloz hacia el lugar y comprobó que su premonición tomaba sentido. La acacia había amanecido totalmente recuperada y los operarios de jardinería la inspeccionaban a fondo, mientras uno de ellos aparcaba la motosierra y un responsable móvil en mano contaba acelerado lo sucedido a un coordinador municipal.

Ese día no pudo hacer foto alguna, la dosis emocional fue tan grande que la cámara que portaba en sus manos se le resbaló y esta acabó estrellándose en el suelo quedando inutilizada por completo. Obra de lo divino o no, entendió cuánto desamor soportó aquel árbol durante demasiado tiempo y la naturaleza sanadora de una promesa cumplida.

Necesitaba contárselo de inmediato a su amada, su juramento también había triunfado en esta batalla... ¿Y si el médico no ha acertado en el diagnóstico de mi enfermedad terminal?