"Un boleto de ida" de Andrés Mijangos Labastida

05.09.2022

Los frenos del metro crujen, entre el calor del metal y la llovizna que cae, descender la velocidad cada vez es más difícil y ruidoso. En la avenida de Tlalpan se forman charcos que los automóviles difuminan. Una prostituta camina con dificultad a través del suelo resbaloso, en la mano derecha lleva un cigarrillo, el humo se confunde con el vapor que asciende desde el concreto. En la otra mano lleva un paraguas, un cliente la observa en la entrada del motel, tamborilea nervioso los dedos sobre su pantalón.

Un hombre con el rostro borroso camina con la cabeza gacha, desde hace varias cuadras lleva los tenis mojados. Antes de cruzar la calle, alza la cabeza hacia el cielo, ve un rayo deslizarse entre las nubes. Tiene los cordones desatados, se detiene y hace por amarrarlos, pero desiste en el último momento. No tiene importancia, a lo lejos puede ver la estación del metro. Su destino final.

En la entrada, un intendente malhumorado pasa el trapeador. La tarea se repite en ciclos sobre las húmedas losetas de mármol, que apenas comienzan a secarse cuando una horda las vuelve a inundar. Refunfuña, piensa en su cama solitaria, en el vaso de peltre donde prepara un poco de café antes de irse a dormir. Intenta retener ese momento, un hombre pasa a su lado y lo choca torpemente en el hombro, intenta seguirlo con la mirada, pero solo descubre una sombra.

Las uñas de acrílico de la cajera chocan con la pantalla del celular. Le envía un mensaje a su novio para que le traiga un poco de acetona. La del índice de la mano derecha le molesta, ha comenzado a desprenderse. Alguien le pide un boleto. Desliza cinco monedas de un peso en la hendidura metálica de la taquilla. La cajera echa un rápido vistazo a las monedas y corta un boleto. Lo deja deslizarse sin voltear a ver las manos llenas de cicatrices que lo recogen.

El jefe de la estación suelta una bolsa de té de jengibre en el agua caliente. Le molesta la garganta. Se realizó la prueba de Covid, pero el resultado fue negativo. "Tal vez es un resfriado". Da un sorbo, frunce el ceño. El sabor es desagradable. Aún así, le prometió a su mujer que lo intentaría. Pronto regresará a casa y le podrá decir que cumplió. Mira su reloj, son las 8:25 de la noche.

En el anden dos señoras platican. Al lado de ellas se detiene un hombre. Ninguna de las dos se percata de su presencia. Esporádicamente echan una ojeada al espacio vacío en donde debe aparecer el metro. El convoy en dirección a Cuatro Caminos se va acercando. El hombre pasa al lado de las señoras, camina de espaldas hacia el borde y se deja caer. Una de ellas alcanza a verle la cara antes del estruendo. No lo podrá olvidar nunca.

El jefe de la estación deja su taza en el escritorio y se dirige hacia las cámaras. Se toma los cabellos. La garganta le arde todavía más. Corre mientras da indicaciones con voz ronca. Llaman al equipo especial, tardarán ocho minutos en llegar. Corta la corriente eléctrica. Los policías le gritan a la gente que desaloje la estación. Algunos aprovechan la incertidumbre para dar un vistazo y tomar una última fotografía.

La estación se queda vacía. En una silla los paramédicos revisan la presión de la señora que respira de manera irregular. A su lado el maquinista tiene la mirada clavada en su cabina. Aprieta con los puños una palanca invisible. Llega el equipo especial, echan para atrás el convoy. Mientras limpian y revisan si algún durmiente se dañó, terminan de contar una historia que dejaron a la mitad en el camino. Suben a la camioneta una camilla cubierta con una manta.

Una mano sube la palanca que reactiva la energía eléctrica. Los policías abren las rejas de la entrada. El intendente continúa trapeando en círculos. La taquillera se ha quitado la uña acrílica con un poco de acetona. El jefe de estación observa su reloj, son las 8:50.

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Imagen: Obra del fotógrafo José Carlos Nievas (Córdoba / Murcia)