"Un amor inmesurable", de Balbina López Caballero

22.03.2019

Las calles se encuentran desangeladas y los copos de nieve caen hasta formar un extenso manto. Hoy es Nochebuena, ajena a toda esta parafernalia navideña, me encuentro viviendo la noche más amarga de mi vida.

Mi querida abuela se encuentra enferma en la cama. En cada pliegue de su piel se esconde el sombrío velo de la muerte, tose y respira con dificultad.

― Victoria, ¿puedo confiar en ti? ― susurra con una voz casi inaudible.

― Sí, nana.

― Ha llegado mi momento, tengo que partir. Prométeme que el año que viene el 21 de julio, te desplazarás hacia Villanueva del Rey, dirígete hacia una hermosa y gran encina; alrededor de las 22 horas, esparce sobre sus raíces parte de mis cenizas, ¿Lo harás?

― Sí, abuela te lo prometo.

Suspira y la vida se escapa por sus agrietados labios tras esbozar una última sonrisa.

Siento resbalar tibias lágrimas por mis mejillas, que mueren lentamente en su desgastado camisón.

Sumida en una tristeza insondable, contemplo el tiempo que avanza tediosamente lento.

Se acerca el verano y con ello la promesa que tengo pendiente. Me desplazo en autobús portando en mi mochila los restos de mi yaya. Desciendo del autocar y me llega una ligera brisa que trae consigo aroma a espliego, tomillo y romero.

A lo lejos atisbo una montaña cuya cima está coronada por una desmesurada encina.

Desde el pueblo hasta el chaparral, camino por un precioso vergel que despliega una hermosura imponderable.

Bajo aquel frondoso árbol se halla un joven.

Me aproximo cohibida, él esboza una tímida sonrisa.

― Buenos días, señorita.

― Buenos días ―respondo cortésmente.

Con el rabillo del ojo observo mi reloj; quedan pocos segundos para las 22. Me siento incómoda por su presencia, pero procedo a cumplir mi propósito y extiendo las cenizas.

El chico trae consigo una cajita, la abre y dispersa su contenido.

― Hasta siempre abuelo ―musita.

― Hasta siempre abuela ―susurro.

Nos miramos un poco extrañados.

― Perdona ¿me echas una mano? ―dice mientras intenta levantar una gran roca.

Escudriño y encuentro una rama de gran tamaño, la utilizo como palanca.

― ¿Qué es lo que esperas encontrar?

― Una carta, mi abuelo murió la Nochebuena pasada y su último deseo fue que esparciese sus restos en este lugar.

― Debajo del peñasco, se halla oculto un documento en el cual me esclarece todo.

Con gran esfuerzo lo movemos hacia un lado. El chico extrae aquella epístola de papel amarillento. Me retiro para darle mayor intimidad pero él me invita a sentarme y compartir lectura.

Querido nieto: Si estás leyendo esto probablemente yo haya fallecido.

Mientras escribo, hilvano recuerdos de mi alocada juventud.

Siendo un adolescente quedé prendado de una linda damisela. Aquella relación empezó como un amor clandestino.

El 21 de julio del 73, bajo las estrellas y en esta longeva encina, cruzamos los límites del placer; fue algo intenso pero efímero.

Mis padres nunca aprobaron aquella relación. La chica era una humilde campesina y yo procedía de una familia adinerada. Meses después se presentó en casa confirmando la noticia de su embarazo. Me suplicó que huyera con ella; deseaba hacerlo, pero mi progenitor me coaccionó. Fui un cobarde y la dejé marchar. Pasaron los años y no la pude olvidar.

Más tarde conocí a tu abuela, una joven y adinerada viuda, que me cautivó. Me casé con ella cansado de tanta soledad. La quise, pero jamás como a ese primer gran amor.

Hace un año, indagué sobre el paradero de la preciosa mujer que marcó toda mi vida. Le escribí implorándole perdón; transmitiendo en cada letra, mis emociones y sentimientos. Dos días después recibí contestación. Su contenido atenuó el dolor que había arrastrado tanto tiempo. Aquel idilio había dejado una gran huella en su corazón.

Mi amado nieto, ambos entregamos nuestra vida a la familia, renunciando al deseo de este amor inmensurable. Nada tiene sentido si no estamos juntos. Ahora es nuestro momento.

Aquella carta extrae de nosotros las lágrimas más íntimas que pudimos derramar. En riguroso silencio abandonamos aquel lugar.

Detengo mis pasos y echo un último vistazo, una suave brisa cimbrea dulcemente las ramas de aquel árbol, dando la impresión de estar despidiéndose de nosotros.