"Un adiós para romper un largo silencio", de Gorka Angulo Altube

23.05.2019

Pilar salió de su casa de toda la vida. Cerró con llave la verja donde campeaba un cartel de "se vende", que ya no era necesario porque la venta se había materializado apenas quince días antes. Un constructor se había encaprichado de aquella casona-villa de estilo neovasco por la que había desembolsado una suma considerable. La mudanza ya estaba realizada desde hacía varias semanas, con los muebles escogidos para su nuevo hogar en un piso amplio, con los libros y recuerdos en cajas por desembalar. Solo quedaban un par de maletas de ropa y una carpeta con recortes de periódicos amarillentos y un par de fotografías. Todo para empezar una vida nueva, lejos, muy lejos.

Miró por última vez al hogar familiar de varias generaciones lanzando un suspiro que era como ese instante en el que uno va a morir y parece que le pasan en pocos segundos la película de su vida. En las manos llevaba un pequeño ramo de flores recogidas en el jardín. Subió al coche, donde le esperaban su hija y su nieto menor, y se dirigieron al cementerio.

En el camposanto depositó las flores en el panteón familiar, ante el que permaneció unos instantes, con un par de oraciones y un surtido de recuerdos que empezaba en sus padres y terminaba en su marido. Esa era su despedida. Desde allí se divisaba el caserío en el que nació su padre, y también la fábrica que levantó en el valle con el dinero que hizo en América. Era como esas empresas norteamericanas que comenzaban en un pequeño establo reconvertido urgentemente en taller y que tenían adosadas las sucesivas ampliaciones del negocio. Del mismo, le quedaba un pequeño paquete de acciones que representaba su hija testimonialmente en el consejo de administración, para que no se perdiera el apellido del fundador que dio nombre a la compañía, ahora en manos de otros.

Pilar volvió al coche de su hija, se acomodó en el asiento del copiloto, cerró la portezuela y, tras ponerse el cinturón de seguridad, dijo: vamos.

- Amá, ¿estás segura de lo que haces?

- Sí, hace tiempo que la soledad y los recuerdos me van consumiendo en este pueblo en el que nací, crecí y he vivido siempre. En una sociedad... que ya no es la mía. No puedo vivir sorteando miradas torvas cuando voy de compras al pueblo o cuando hasta me niegan la paz en misa. No puedo soportar que me regateen el saludo gentes a las que tu padre o tu abuelo les dieron trabajo, vivienda o les hicieron algún favor.

Unas furtivas lágrimas recorrieron sus mejillas. Igual que cuando muchas tardes se sentaba en el mirador de la casa mientras veía pasar la vida, sin más compañía que un café con pastas y una memoria de la que brotaban sin parar hermosos detalles de una vida feliz. Sí, una vida verdaderamente feliz, hasta que un día la trágica muerte de su marido lo hizo todo de noche y quedó una herida en su alma.

- Amá, estate convencida de que estarás mejor con nosotros, en tu propia casa, pero muy cerca de nosotros, con tus nietos al lado. De lo demás no queda nada, más que lo que hay en tu memoria. Hemos liquidado todo lo que teníamos como nos habías pedido.

-Sí, Arantza, le he dado muchas vueltas y creo que va a ser así. Además tengo buena salud, las ganas de vivir que me han faltado durante mucho tiempo, y a varias primas o mi amiga del alma que también vive allí.
Pilar pensaba en su amiga, cuyo marido había tenido más suerte que el suyo. Un crío de pocos abriles pero muy espabilado, su nieto, preguntó desde atrás:

- Amama, ¿cómo murió el aitite?

Madre e hija se miraron sorprendidas por la pregunta, como cuando te tragas un sorbo de café caliente y no sabes si escupirlo o tragarlo. Pilar miró hacia el asiento trasero y vio que el niño había abierto la carpeta de los recortes.

- Pues hijo, a tu abuelo le asesinaron unos terroristas.

Arantza miró a su madre como diciendo ¡qué le estás contando al niño!

Y Pilar prosiguió con su relato. Pensó que ya había callado muchos años.