"Tres velocidades" de Francisca Fernandez Guerra

03.09.2020

Sancho también fue de vacaciones. Es un gato, pero merecía un descanso, como si fuese uno más de la familia que viajaba hasta Extremadura desde Oviedo, nuestro hogar, donde también vivía él. Así se llamaba, Sancho, como el perro podenco del amigo que nos lo regaló o, mejor dicho, le hicimos el favor de que nos pareciese un regalo.

Salimos tarde y la luna empezó a coquetear con la luz. Los faros de los coches que nos seguían ya destellaban en el espejo retrovisor y en los ojos de Sancho. Desde el fondo del asiento trasero escupía a cada instante dos libélulas brillantes, dos ráfagas breves de luz y odio. Sancho era parte de mi familia. Hasta que sentí sus uñas clavadas en mi nuca, en mi pelo recién salido de la peluquería. Grité como loca. Mi marido dio un volantazo y terminamos en un lateral de la carretera. Atrás, entre los asientos, el gato bufaba como si tuviese delante al otro Sancho, el perro. Entendí que algún reflejo en mi cabeza le hizo reaccionar de esa manera, un puro susto para los dos.

Cuando nos tranquilizamos todos, reanudamos la marcha. Después de todo, a saber cómo son las emociones de un gato. Igual un mal recuerdo.

Llegamos sin más incidentes pero qué poco me gusta la carretera a oscuras. En cada curva siento una navaja apuntando en la boca de mi estómago, cada nube que oscurece la luna es un eclipse de un momento pero insistente. Mi cuñado lo decía siempre: "En la carretera, entra despacio y sal deprisa".

Al fin en mi hogar, me dije. En mi otro hogar, para ser exacta. Es un sentimiento individual, propio, al que uno la seguridad de que cada palmo de esa tierra es un chorro de vida para mi marido. Pienso a veces que es verdad el calificativo de "extraterrados" que García Márquez les dió: personas que viven en un limbo sin tierra, porque dejaron atrás la suya y las otras que pisan nunca ocuparon ese lugar. Así es mi Tomás.

Nunca como este año sentí la necesidad de estar aquí. Me agobio y luego vuelvo. La primera novedad de este agosto "atípico" es la piscina montada para los niños y para evitar riesgos. Todo un éxito. El pequeño sale de ella como los garbanzos en remojo, pero siempre después del segundo toque de su madre. Hay mucho tiempo, le contesta.

Su abuelo, insistentemente, les habla de su infancia. Dice que, antes, lo mejor para curar más rápido una herida en las rodillas era hacerse pis en ella. Le escuchan con cara de asombro y asco mal disimulado y luego me miran a ver si yo confirmo lo que les dice. Sonrío. Lo fríen a preguntas: "¿tú te bañabas en el río?". "No -les responde-, yo lo hacía en el pilón donde bebían las bestias cuando venían del campo, y las vecinas me reñían por hacerlo, pero no me importaba".

Aquí, el desayuno con churros marca el inicio del día. Luego tocan las tareas escolares que su madre les impone a toque de silbato. Ya lo saben: si no hay tareas, no hay baños. Abuelo y aita son los "recadistas" y "técnicos" de todo, cada uno a su manera. Mami tiene sus prioridades: niños, juegos, paseos. De vez en cuando regañina. Pero ella manda.

Mi mejor hora es la del reposo, cuando montamos la tertulia. Las preguntas se amontonan: "abuelo ¿por la noche canta el cuco o la lechuza?. Les dice que él cogía nidos de pájaros para comerse los huevos porque tenía hambre. La cara de los niños es un poema.

Mi papel de abuela abarca casi todo. Se hace un poco duro, pero verlos alegres, libres y felices me compensa del esfuerzo. La primera frase del menor al llegar a casa fue "por fin estamos en el pueblo". Eso fue un regalo a nuestro trabajo de toda una vida.

Es cierto. No es fácil la convivencia de tres generaciones bajo el mismo techo, pero pusimos la casa "a tres velocidades" y Sancho, el gato, hace su propia vida, salvo cuando nos ve comer.